martes, 7 de julio de 2009

Arthur Conan Doyle: un caso para Holmes... y el diván


En 1989 Rodger Garrick-Steel, renombrado psicólogo inglés, dio a conocer el fruto de sus investigaciones, sospechas y delirios. Había hurgado durante años en diarios, cartas íntimas, testamentos y certificados de defunción hasta concluir que Conan Doyle no había escrito El sabueso de los Baskerville. Según él, Bertram Fletcher Robinson, periodista y corresponsal de guerra, amigo íntimo de Arthur, había dado a luz la historia, ofrecídola a su querido colega para que se inspirara y muerto a manos de éste y su propia mujer, Gladys: el uno inspirado por la amenaza que constituía que el verdadero autor de su bestseller estuviera vivo, y la otra por añejos problemas maritales (y hasta orgánicos, suponemos) que la mantenían sin descendencia. Se supone que juntos lo asesinaron proporcionándole dosis graduales de láudano, cuyo envenenamiento produce síntomas que se pueden confundir con los de la tifus.
La casa de los Baskerville es el título del incendiario tabique de 446 páginas que ha llevado a la Scotland Yard a tomar cartas en el asunto, anunciando en julio de 2005 la pronta exhumación del finado presuntamente estéril, y a la Sherlock Holmes Society a escandalizarse grandemente y denostar del que, ellos consideran, un ser vil y rencoroso que busca aprovecharse de la bien cimentada fama de Conan Doyle para llevar agua a su raquítico molino.
Según las investigaciones del tal Rodger, todo empezó cuando Arthur se vio presionado por los editores y sus lectores para continuar con las historias de Sherlock Holmes. Conan Doyle aceptó a regañadientes escribir una nueva novela y le pidió ayuda a su amigo. Bertram le ofreció una novela suya, Aventura en Dartmoor, para que "se inspirara”. Al parecer, el maestro del género policiaco la encontró tan perfecta que no dudó en hacerle el honor de estampar su firma en la pasta y entregarla al editor.
Proponemos descargar a Conan Doyle de los males y culpar a los editores (que siempre tiene la culpa, de lo que sea) y que en este caso se negaron a aceptar la propuesta de Arthur de compartir sus créditos de portada con su amigo porque, según ellos, sólo Doyle vendía. Conciente de esta injusticia, éste dedicó las primeras impresiones a su amigo; luego lo borró de la dedicatoria (nada común, ¿no?) y al final le pareció tan insoportable su presencia sobre la tierra que, haciendo uso de sus habilidades de médico, lo ayudó a pasar a mejor vida. O quizás todo haya sido culpa de la tal Gladys, que no sólo envenenó a su marido, sino a Conan Doyle contra éste. De hecho, la cínica mujer dijo a los médicos que llegaron por el cadáver del autor anónimo que su marido llevaba 22 días con fiebres altas, pero que no había pedido ayuda a un especialista porque ella “se estaba encargando”. No lo dudamos.
En fin, ya hemos lucubrado demasiado, y bastante mal. Seguramente Sherlock Holmes encontraría una solución muy sorprendente (y muy inocente) para el caso. Lo que no lograría resolver serían los extraños misterios que deambulaban por la cabeza de su creador, y es que Arthur Ignatius Conan Doyle, nacido el 22 de mayo de 1859 en Edimburgo, Escocia, tenía entre sus pasatiempos más queridos (también es materia de discusión) el fraude o la credulidad. Por ejemplo, el maestrazo Gilbert Chesterton lo exculpó de manera poco favorecedora al decir: “Siempre me ha parecido que la cabeza de sir Arthur funciona más a la manera de la de Watson que de la de Holmes.” Quizás eso lo llevó a escribir nueve libros misticistas. Otros creen que su impostura lo abarcaba todo, incluidas las escabrosas regiones del espiritismo fraudulento profesional, el diseño de hadas y fantasmas para niños y bobos, y demás “supercherías”, dirían los intelectuales.
Una vez más este redactor no sabe en que versión confiar (parece haber extraviado su brújula sospechosista), y aunque no descarta que tan insigne escritor fuera un mentiroso de ligas mayores, considera bastante la citada opinión del maestro Chesterton y otros elementos para pensar que el padre de Holmes tuviera más de un tornillo flojo en su brillante sistema nervioso central. Por ejemplo, en su libro The Edge of the Unknown dedica un capítulo entero a “demostrar” que Houdini tenía genuinos poderes paranormales que no quería admitir… pese a que éste había dicho hasta el cansancio que todo eran trucos.
No sólo en este momento demostró necedad sin parangón. También fue un defensor casi religioso de la “originalidad” de las fotos de las niñas con las hadas que en 1917 tomaron a los incautos por sorpresa. A sir Arthur no le importó que las mentes educadas de Gran Bretaña señalaran en las fotografías indicios del delicioso fraude que Elsie Wright, de 16 años, y Frances Griffiths, de 10, habían montado para las mentes no del todo crecidas de los no tan flemáticos británicos. A la distancia, sus “poderosos” argumentos a favor de la “existencia” de las hadas en el mundo “real” guardan parentesco con los del icónico Jaime Maussan a favor de la existencia de civilizaciones extraterrestres visitándonos. En fin, ojalá nos disculpe el espíritu del sir por haberlo raspado tanto, que al fin “que tanto es tantito” para una reputación tan bien cimentada en la literatura universal.

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