martes, 7 de julio de 2009

Benjamin: otra vez el silencio


Hay quien ha llegado a decir que el legado de la Segunda Guerra Mundial en España es de un millón de muertos, más uno. Ese uno fue el gran pensador alemán Walter Benjamin, nacido en la parte más occidental de Berlín, en lo que podría considerarse un gueto burgués judío, el 15 de julio de 1892. En su adolescencia publicó sus primeros textos de prosa y poesía bajo el seudónimo Ardor e hizo todo lo posible (incluso autoinducirse ciática por hipnosis) con tal de no ser llevado al frente de batalla. Contra lo que muchos podrían pensar, le aburría la escuela, que consideraba un lugar a donde se iba a escuchar “mugir a una vaca” durante horas. A principios de la década de los treinta abandona Alemania para instalarse en París, y visita España, Dinamarca e Italia durante ese periodo. El filósofo tenía una manía documental que ha resultado de utilidad a sus biógrafos y estudiosos: conservaba su correspondencia, hacía copias de sus manuscritos (y de los de sus amigos), guardaba diarios, cuadernos, dibujos, notas, etcétera. Si sumamos a esto el culto que se le rinde en todo el mundo, no deberá sorprendernos que, en Alemania, incluso su agenda haya sido publicada en edición facsimilar.
Benjamin pasó su etapa intelectual más prolífica huyendo del nazismo. A finales de la década de los treinta se vio obligado a escribir bajo el seudónimo E. O. Tal, inversión del latín lateo: “estoy oculto”. En 1939, los nazis le retiran la nacionalidad alemana y al estallar la segunda guerra mundial es internado en un “campo de trabajadores voluntarios” francés. En el verano de 1940 consigue un visado francés y parte a Marsella para abordar un barco rumbo a Estados Unidos, cosa que no consigue. Atraviesa entonces por tierra la frontera francoespañola con la intención de llegar a Lisboa. El 26 de septiembre llega a Portbou, localidad recién tomada por las orcos de Francisco Franco. Lo que ocurre en las siguientes veinticuatro horas es materia de especulación. Un súbito cambio en la legislación española le impide abandonar el pueblo (considerado francés por este decreto). Se aloja (más bien es recluido) en una fonda donde es vigilado por tres policías franceses que lo llevarán a Francia a la mañana siguiente. Según la versión oficial, Benjamin, ante lo desesperado de la situación, se suicida. Pero el médico dicta muerte natural en su parte y el escritor es enterrado bajo el rito católico con otro nombre. Por otro lado, el súbito decreto español hace pensar que las autoridades tenían conocimiento de las consecuencias (para Hitler) de que un intelectual judío que despotricaba contra él consiguiera abandonar Europa.
Para terminar el thriller, en Escape Through the Pyrenees, Lisa Fittko, que viajaba en el grupo de huida de Benjamin y encontró un pasaje a través de las montañas, presenta otro elemento sospechoso en el último camino de Benjamin: un portafolio que el autor vigilaba con celo enfermizo. Con o sin drama añadido, Fittko sostiene que Benjamin había dicho de él: “contiene mi manuscrito, y debe ser salvado a toda costa”. Sin embargo, ningún maletín ni documento alguno llegó a Theodor Adorno, a quien envió Benjamin una última carta el día de su muerte con una mujer que debió memorizarla y luego destruirla. Como en una historia de espionaje y contraespionaje, esta mujer, Henny Gurland, es la única “prueba” del suicidio de Benjamin. Ella sostuvo que el escritor tomó una enorme dosis de morfina después de dictarle la carta dirigida a Adorno, pero que no le mencionó nada de un maletín o de un manuscrito. Sin embargo, la policía sí encontró un maletín entre las pertenencias del occiso, y lo registró en un reporte. Nada más. Mucho se ha especulado desde entonces al respecto. Gershom Scholem creía que ese manuscrito debía contener los principios del trabajo filosófico más ambicioso de Benjamin. Y claro, no falta quien supone que contenía un postulado antimarxista por el que era perseguido por Stalin, cuyos agentes lo mataron disfrazados de policías franceses, etcétera.
Detrás del misterio se encuentra una muerte que afectó tanto al pensamiento europeo como la obra (y la vida) de su “portador”. En un monumento que el escultor israelí Dani Karavan erigió fuera del cementerio donde Benjamin está sepultado, se leen sus propias palabras: “No hay un documento de la civilización que no sea al mismo tiempo documento de la barbarie”.

Lewis Carroll: algunas maravillosas teorías sobre Alicia


Lewis Carroll (bautizado como Charles Ludwidge Dodgson y originario de Lancashire) dijo alguna vez: “Me encantan los niños (excepto los varones)”. Tomando en cuenta la infinidad de cartas escritas a sus jóvenes amigas (por lo común excelentes minificciones con un toque de ternura “gore”) y las fotografías que les tomó desnudas o semidesnudas, el perverso siglo XX y su hijo natural el XXI han dado a luz infinidad de libros, artículos, investigaciones y descarados debrayes sobre la personalidad extravagante del matemático, escritor y tartamudo fotógrafo (nacido el 27 de enero de 1832) y de posibles hechos perversos inmiscuidos en la génesis de Alicia en el país de las maravillas, escrita a su joven amiga Alicia Liddell, de diez años, nomás para entretenerla. Hasta el momento, el veredicto por pedofilia que pesa sobre el autor de uno de los mejores alucines literarios está sustentado en especulaciones y sospechas, y más de un ocioso ha protestado y escrito sendos libros defendiendo a Lewis.
Algunos de ellos afirman que en la época victoriana los desnudos infantiles no eran inusuales (se han descubierto seis; cuatro de los cuales han sido publicados). Creen que la ruptura con sus amigas a la pubertad revela a un hombre consciente de que la amistad entre un hombre adulto y una adolescente no era cosa correcta. Otros hablan de una “obsesión asexuada” hacia los niños. Como sucede con otros autores que se han colado a parnasianas alturas, la información respecto a usos, costumbres y algunos hechos importantes de su vida difiere de un investigador a otro (por ejemplo, el célebre mito de que era habitual consumidor de opio no tiene sustento; sólo se le ha comprobado el uso extensivo de cannabis). Hay evidencia que sugiere que sí mantenía relaciones íntimas con sus decrépitas exmodelos en edades posteriores a los dieciséis años. ¿Lo hacía antes? La defensa más telenovelesca de Lewis proviene de una británica que sugiere que el gran amor del maestro no era por Alicia Liddell, sino por su madre, Lorina, una bella mujer cuyo marido (reverendo) prefería a los caballeros. Su evidencia tampoco es contundente; se basa sobre todo en que Carroll solía incluir en sus plegarias un salmo relativo al adulterio y en la suposición de que las fotografías destruidas eran de mujeres adultas desnudas. Los diarios de Dodgson entre abril de 1858 y mayo de 1862 (la época en que más cerca estuvo de Alicia) fueron destruidos por sus herederos, y las páginas que hablan del rompimiento con la familia Liddell fueron arrancadas. Se supone que fue obligado a dejar de sostener relaciones pecaminosas con la madre de Alicia, pero el propio Carroll hablaba poco de “viejas” y bastante de niñas: “Confieso que no me gustan los niños desnudos en fotografías, siempre parecen necesitar ropa, mientras que uno difícilmente comprende por qué las adorables formas de las niñas tendrían que ser cubiertas.” Otros de sus biógrafos sugieren que era pedófilo, pero célibe, es decir, que sólo pecaba en pensamiento. En fin, cada vez son más disparatadas las hipótesis: hay una que aduce un trauma infantil por ser forzado a dejar de ser zurdo y hace diez años fue escrito un libro “revelando” la verdadera identidad de Jack El Destripador: Lewis Carroll, inculpado por sus propios anagramas y por la amplia imaginación de otro británico. Por cierto, ¿adivina usted quién tradujo al ruso Alice in Wonderland? Sí, el creador de la maravillosa nínfula ya cincuentona Dolores Haze: Vladimir Nabokov, que dijo una vez a Vogue Magazine: “Yo siempre lo llamo Lewis Carroll Carroll, porque fue el primer Humbert Humbert”. Ya lo presentía el propio Carroll en su célebre libro: “La sentencia primero; el juicio vendrá después.”

Carver: no siempre es así


La inspiración de relatos como “La casa de Chef”, “Una conversación seria”, “De lo que hablamos cuando hablamos de amor”, “Vitaminas” y “Desde donde llamo”, grandes obras maestras del parnasiano Raymond Carver, fue el mismísimo trago, públicamente y despectivamente llamado alcohol. Muchos escritores empinan el codo con gran facilidad, la diferencia aquí es que el escritor se llamaba Raymond Carver y libaba nada más y nada menos que con John Cheever, cuando, según, daban sendos talleres literarios en Iowa, en 1973; después de la ardua experiencia al alimón, Cheever se matriculó en una clínica contra las adicciones. Combativo e irredento guerrero de las fermentaciones, “Raymond el Malo", como lo llamaban sus amigos, siguió rindiendo culto a Baco hasta que tuvo que renegar cuando se descubrió a escasos metros del último círculo del infierno: “el alcohol se convirtió en un problema. Casi me di por vencido, tiré la toalla y empecé a beber de tiempo completo con verdadero ahínco.” Entonces entró a la tan temida Doble A; tenía 39 años y el doctor le había dicho que se iba a morir si seguía empeñado en vaciar botellas dentro de su organismo. Otros se hubieran convertido en muertos vivientes y autores de asépticas obras literarias. De nuevo, el maestro Carver no. “En esta segunda vida, todavía conservo cierto pesimismo, sigo viendo el lado oscuro de las cosas.”
Para entonces, sin embargo, complementaba la oscuridad con cosas más claras. En un encuentro de escritores en Dallas, en 1977, poco después de haber salido del agua, conoció a Tess Gallagher, una poetisa que también era nativa de las costas del Pacífico noreste. Después de un tiempo se fueron a vivir juntos. Establecieron, además, otros vasos comunicantes: Carver comenzó a escribir poesía y Gallagher publicó algunos cuentos. “Esta segunda vida ha sido muy plena, muy gratificante y estaré eternamente agradecido por ello.” Sin embargo, como en sus relatos, esta felicidad era sostenida por arenas movedizas. Había sobrevivido al alcohol, pero no a la despiadada nicotina. Tenía cáncer en los pulmones. En octubre de 1987 le extirparon dos terceras partes de un pulmón; en marzo del siguiente año el cáncer se había extendido al cerebro. Entonces, como suele suceder, los académicos y demás autoridades literarias se apresuraron a envestirlo de todos los honores posibles, incluidos los de la Academia Americana de Artes y Letras. Esto, al parecer, sólo alentó la infame metástasis. En junio, su doctor le comunicó que el cáncer había reaparecido en los pulmones. El diagnóstico era su sentencia de muerte. Inspirado en Chéjov, quien tres años antes de morir y sabiendo que tenía tuberculosis se casó, Carver hizo lo propio con Tess, con quien llevaba diez años en sobriedad. Poco después hicieron un viaje a Alaska y planearon una visita imaginaria a Moscú. “Llegaré antes que tú, viajo más rápido”, le dijo el maestro. Carver pasó la última tarde de su vida a la entrada de su recién construida casa, mirando sus rosas. El hombre que alguna vez se describió como un cigarrillo con un cuerpo unido a él murió a los 50 años de edad.
Como siempre que la carne es jugosa, las hienas acudieron a sus despojos. En 1998, un artículo en la revista New York Times Magazine afirmó que Gordon Lish, editor de Carver, no sólo tallereaba a Carver, sino que reescribía párrafos enteros de sus cuentos e incluso cambiaba los finales. Según D. T. Max, los originales eran menos abstractos y tenían demasiadas palabras. Dice Alessandro Baricco, que revisó los manuscritos anotados que sirvieran de base para el artículo, que Carver “construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse de que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables”. Concluyó que las versiones de Carver, de alguna forma edulcoradas por emociones que Lish suprimía tajantemente, dotaban de humanidad a los personajes y dejaban ver algo “terrible pero también fascinante” de Raymond. Esta articulista duda seriamente que Carver fuera tan cretino como los rencorosos lo quieren hacer ver; incluso si pasó por la Doble A, sospecho que el talento del maestro salió casi invicto. No siempre es así.

Rimbaud: el último destino del hombre de las suelas de viento


Tenía 20 años; ya había visto arder los fuegos de la Comuna de París y renunciado a la vida decente (a sus dieciséis); había embrujado a Verlaine y asombrado al Parnaso literario de París con su poesía radical y genial; también había sido desterrado por éste tras la mítica noche en que agregó a cada verso de los poemas de sus colegas la palabra “merde” al final (a los diecisiete); había vivido los “abismos” que le llevarían a ese “largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”, arrastrando consigo a Verlaine por un camino de ajenjo, achís y alcohol que llevarían a éste al borde del suicidio (a sus dieciocho años); y había escrito su última obra y único libro publicado en vida mientras huía del revólver del que fuera su protector y amante, Una temporada en el infierno (a los diecinueve).
¿Qué le quedaba al Ícaro moderno? En París, donde el episodio a las afueras de un hotel inglés donde Verlaine disparó contra su “señorita saturniana” (la “gatita rubia” o la “gata feroz” según la escandalizada esposa del potea), Rimbaud gozaba de pésima reputación. Nadie quería saber nada de él, que, por su parte, tenía muy claro que de la vida deseba “todo, menos trabajar” y así fue como el hijo del sol, el Ícaro moderno abandonó la aventura literaria: en el futuro, si tomaría la pluma sería sólo para escribir cartas y redactar informes a los negreros a quienes sirvió.
Después de la publicación de Una temporada en el infierno, en 1873, viaja a París llevando unos ejemplares (muchos más quedaron “confiscados” por el impresor, al parecer porque el autor no liquidó la impresión) encontrando sólo desprecio hacia su trabajo, probablemente inspirado más en el rencor por la tertulia escatológica que en la crítica literaria “seria”. Es muy factible que este “fuchi” literario de los parnasianos terminara con su sueño de hacer una carrera en el mundo de las letras, o bien, como todos los genios, simplemente despreció los codiciados laureles de la gloria; y luego de pasar una temporada en Londres, en compañía ahora de Germain Nouveau, aprendiendo un inglés que más tarde le daría el pan cotidiano en África, partió en un vagabundeo que lo llevó a Alemania, Italia y a Holanda, donde se alistó en el ejército, del que desertó tres semanas después, al desembarcar en Batavia, de donde regresó a Europa.
El 20 de octubre de 1878 (el día de su cumpleaños) sale de Charleville, su ciudad natal, “superiormente idiota de entre todas la pequeñas ciudades de provincia” (según él), para emprender su viaje más largo; en diciembre llega por fin a Alejandría; le escribe una carta a su madre en donde vuelve a machacar con eso de hacerse rico y en donde se deja ver que no tiene un plan cabal para conseguirlo. En enero del siguiente año se encuentra ya en Lárnaca, donde es supervisor de obras en unas canteras para una compañía, y no el intérprete que él había querido ser; enfermo, regresa a Francia en mayo del mismo año, sólo para embarcarse otra vez rumbo a Alejandría en la primavera de 1880, pero no encuentra nada ahí y parte a Chipre, donde sería otra vez capataz, esta vez de un futuro palacio. Después partiría hacia Adén (Yemen) buscando una ciudad ideal que pronto se volvió un infierno.
En 1881 un amigo de Verlaine (que quería de vuelta a su gatita) le escribe a éste: “Nada de Rimbe”, después de intentar en vano dar con el paradero del poeta caravanero. En Francia, como en cualquier país civilizado, lo dieron por muerto, y cuando comenzaron a aparecer, en 1886, poemas suyos en las revistas y admiradas reseñas, todas se referían al finado Rimbaud, que se encontraba retrasado en una ciudad africana, sin poder partir hacia otra, donde iba a vender un armamento (de aquí lo de traficante de armas). De nuevo en busca de “su ciudad” va a caer a Harar, de la que se enamora y de la que terminará despotricando en 1891, cuando el tumor de su rodilla lo obliga a regresar a Francia, donde le amputan la pierna. El 9 de noviembre de 1891, con treinta y siete años, le dicta una carta a su hermana en un hospital de Marsella; pide al director de Mensajerías Marítimas un pasaje para partir de nuevo al canal de Suez. Al día siguiente, muere “el hombre de las suelas de viento”, apodado así por Verlaine.

Nabokov y las delincuentes de piernas largas


“Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert. No sólo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada sino el aspecto físico, la edad, todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras. Muchachas de veinte años o más, pavas, gatas callejeras, modelos baratas o simples delincuentes de largas piernas son llamadas nínfulas o “Lolitas” en revistas europeas. En realidad, Lolita es una niña de 12 años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos. En segundo lugar, la imaginación del triste sátiro convierte en criatura mágica a aquella colegiala americana tan trivial y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa. Su éxito no me molesta. Yo no soy Conan Doyle quién, por esnobismo o pura estupidez, prefería ser conocido como autor de una historia de África, que imaginaba muy superior a su Sherlok Holmes.”
Así responde en ocasional entrevista Vladimir Nabokov (alias Vladimir Sirin) respecto a una gran obra literaria pocas veces leída como tal. Pero esta no es la única opinión ácida que esgrimiera contra escritores, lectores, editores, críticos y anexas en algo que muchas veces fue interpretado como pedantería erudita. También despotricó contra Pound, Wilde, Conrad, Faulkner y Dostoievski, de quien aborrecía sus “asesinos sensibleros y prostitutas conmovedoras”.
Nacido en San Petersburgo en 1899 en una rica familia aristocrática, Nabokov hablaba desde su niñez el inglés, el ruso y el francés. Durante la Revolución Rusa su padre fue arrestado, y los campesinos quemaron un castillo familiar y se apropiaron de los bienes. La familia se refugió en Inglaterra y luego en Alemania. Durante los 15 años que vivió en Berlín, Nabokov trabajó como traductor y fue considerado por sus lectores (la mayoría exiliados rusos) y la crítica como el más talentoso joven escritor ruso; sus libros, al mismo tiempo, fueron prohibidos o ignorados en la Unión Soviética. En 1924 se casó con Vèra Evseevna Slonim. Ya en la década de los cincuenta (y en estados Unidos) se abocó a la creación de Lolita, que le llevó seis años.
Ayudado por su prohibición en París entre 1956 y 1958, así como por la censura en los States y el Reino Unido hasta 1958, el libro pronto alcanzó gran popularidad entre los lectores cultos. Luego, con la intervención de Kubrick, Dolores Haze se convirtió en un icono de la cultura popular y el libro en un bestseller. La censura, entonces, se volvió sutil. En las dos versiones de Lolita para la pantalla grande (en 1962 Dolly fue interpretada por Sue Lyon y en 1998 por Dominique Swain) la nínfula se ve más “vieja” de lo que debía. (Cierto colaborador de El Financiero y aportador cromosómico mío sostiene que “la verdadera” Lolita es Natalie Portman en The Professional.)
Como todos los ocupantes del piso más alto de la torre parnasiana, el maestro Nabokov ha sido blanco de los obuses de los académicos dedicados a la alta y ociosa investigación difamatoria de cubículo universitario. Así, el alemán Michael Marr sostiene en su libro Las dos Lolitas que Lolita fue producto de la criptomnesia (memoria oculta) de Nabokov, que habría leído “Lolita”, un cuento de 1916 del alemán Heinz von Eschewege (o Heinz von Lichberg), que describe la obsesión de un hombre maduro por la hija de su casero, cuya edad no se menciona pero se supone claramente inspiratoria de pedofilia. Marr cree que Nabokov “tuvo” que haber leído el relato dado que vivía en la misma sección de Berlín que su autor.
Pero el camino de Lolita hacia las altas cumbres de la literatura universal ya está trazado, con o sin memoria oculta, aunque no sepamos si Nabokov mismo gustaba de las “muchachitas” (su esposa declaró, y luego negó, que su esposo estaba enamorado de una de sus alumnas, pero es probable que se tratara de una decrépita universitaria y no de una nínfula). Así, el peor resbalón de Vladimir Nabokov es su (un tanto) ingenua defensa de la buena voluntad yankee: “Deploro la actitud de la gente tonta o deshonesta que ridículamente equipara el imperialismo despiadado de la URSS con la ayuda sincera y desinteresada que prestan los Estados Unidos a las naciones necesitadas.” ¿A quién se le puede reprochar creer en la bondad humana?
El padre del universo paralelo de las nínfulas murió en Lausanne, el 2 de julio de 1977 (hace 30 años).

E.T.A. Hoffman: ningún lugar para el fantasioso


No muchos lectores asocian su nombre a ninguna obra maestra, pero sus relatos influyeron hondamente en Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire y Fiodor Dostoievsky, así como en Sigmund Freud y Carl Yung, y es que sus mejores obras poseen la capacidad de contaminar lo real con un reino fantástico, muchas veces lleno de crueldad y locura. “The sandman” es un relato que atrajo a Freud; tiene como personaje a un hombre que avienta arena a los ojos de los niños que no van a la cama. Carl Jung incluso juzgó este tipo de relatos como una forma precientífica de aproximarse al inconsciente del hombre. “El cascanueces y el rey ratón”, por su parte, no fue escrito para niños, sino acerca de niños y de las festividades de Navidad, así como del reino de lo posible (y de lo imposible) durante el régimen conservador de Alemania. La crítica de su época, sin embargo, no lo trató muy bien. Sir Walter Scott escribió que Ernest Amadeus necesitaba más “la asistencia médica que la crítica” (pienso plagiar su frase). Habrían de llegar quienes se inspiraron en sus obras para que se le situara en el canon literario universal. La vida del hombre dotó, por otro lado, de horror y desarraigo las creaciones del escritor.
Hijo de un poeta y músico amateur, Ernst Theodor Wilhelm nació el 24 de enero de 1776 en Königsberg y al poco tiempo fue dejado al cuidado de su madre y tres tíos. En su tío y jefe de la familia tuvo la figura ogruna que tanta falta hace siempre a los escritores. Mientras estudiaba en una escuela luterana mostró gran talento tocando el piano, y pronto se interesó por la literatura. Dos años después, y para cumplir con otro de los clichés literarios, se enamoró de una mujer casada, Dora Hatt, que era una alumna de piano diez años mayor que él. Cuando la familia se enteró, el maestro de piano fue a dar a Glogau, Silesia. Entre sus 24 y 27 años trabajó en algunas provincias prusianas y se convirtió “en lo que directores de escuela, jueces, tíos y tías llaman un disoluto”. Su primer trabajo, en Posen, estuvo en riesgo después de un carnaval, cuando aparecieron caricaturas de altos mandos militares dibujadas por Hoffmann. En 1802 se casó con Mischa y se mudó a Plock. En este aislamiento escribió y compuso bastante. En 1803 inició un diario y escribió una obra llamada El Premio, que tuvo un buen recibimiento. Esto fue lo único bueno ocurrido en una época en que murieron su tío, su tía y Dora Hatt. En 1804 regresó a su pueblo natal y se entrevistó con una de las hijas de su amor perdido. Nunca más volvería a pisar Königsberg.
La época en que vivió en Varsovia fue de las más felices de su vida y se desenvolvió muy bien en el ambiente literario y artístico de la ciudad. Cuando entró Napoleón, Hoffman tuvo que regresar a Berlín. Después su vida volvió a ser lóbrega. La ciudad fue ocupada por Napoleón y él no pudo defender nada de su patrimonio. Solía pedir prestado dinero y aún así pasaba hambre. Su hija Cäcilia murió en esa época. En 1809, con la publicación de Ritter Gluck, el escritor se vio convertido en imagen pública. Empezó a firmar como E. T. A. Hoffmann; la A era un homenaje a Mozart. Se enamoró de una joven estudiante de canto y de nuevo tuvo que dejar una ciudad, esta vez hacia Dresden. Sin embargo, cuando llegó encontró una ciudad en guerra. De cualquier forma, volvió con su familia unas semanas después y comenzó a trabajar con una orquesta que por fin le satisfacía. Unos meses después tuvo lugar la Batalla de Dresden. La ciudad fue bombardeada y Hoffmann vio cosas horribles que luego reseñó. A finales de año, la ciudad de rindió y él volvió a su vieja carrera de juez, obteniendo un lugar en la cámara de jueces, en Berlín.

Además del drama “cotidiano” de correr de ciudad en ciudad, Hoffmann sufría un drama mayor. Su tío jamás aprobó una carrera literaria para él y la sociedad filistea e insensible en la que vivió tampoco estaba muy interesada en recompensar su labor creativa. La mayor parte de su vida, E. T. A. vivió de trabajos poco emparentados a la creación para poder escribir. A partir de 1819, mientras sostenía batallas legales, empezó a sufrir las secuelas del alcohol y la sífilis en la figura de “insuficiencia renal”. El visionario de la literatura moderna murió el 25 de junio de 1822, a los 46 años, en Berlín.

Isaak Bábel: fuego y silencio en la llanura rusa


“Estoy dispuesto a ponerme sobre las patas traseras y pedir como un perro a todas las organizaciones necesarias para que vuelvan a editar los libros de Bábel... ¿Se trata de papel? Muy bien, aplazaré la publicación de uno de mis propios libros.” Estas palabras fueron parte del discurso que el escritor ruso Ilya Ehrenburg leyera con motivo de un homenaje a Isaak Bábel en Moscú en 1964 (su “rehabilitación” había comenzado en 1957); las he elegido como principio de texto porque yo, como otros escritores, desearía escuchar desde ultratumba hablar así a mis amigos... si el caso (y la obra) lo ameritaran. Como decía, se trataba de la “rehabilitación” de Bábel, que estaba muerto, pero no enterrado, no sólo por la economía crematoria de la N.K.V.D., madre de la célebre K.G.B., sino porque cuando un escritor ha configurado aunque sea una página de valor (y Bábel fue mucho más pródigo que esto) algo de él se resiste a la putrefacción. Como habrá notado el lector, el caso de este artículo me causa simpatía, es más, admiración, pero para no predisponerlo más contra el texto, seguiré con él.
Isaak Bábel nació en Odesa, un gueto judío ucraniano. Su padre era un exitoso hombre de negocios que costeó a su hijo una educación que incluía el estudio del violín, el alemán, el francés y el Talmud. Así, el joven genio pronto encontró en Guy de Maupassant ejemplo literario y comenzó a escribir historias en imitación de las suyas. Marchó a San Petersburgo a estudiar literatura, pero con pasaporte falso, ya que los “traidores, malhechores y judíos” tenían prohibido vivir en la ciudad. Su primer texto lo publicó mease Gorky en Letopis. Pese a que Bábel no fue afectado por los pogromes que arrasaron con cuanto judío encontraron en Rusia en 1905, era perfectamente consciente de la situación y leal a su pueblo, por lo que su apoyo a la Revolución se debe, en parte, a que creía que ella traería el fin de la persecución para su pueblo. Craso error. Por ello y por un naturalmente aguzado sentido de la observación escribió una serie de sátiras de la burocracia zarista que llegaron a los púdicos oídos que el poder, do quiera él, suele tener, y fue acusado de “pornógrafo” y de incitar al “odio entre clases”. Luego marchó al frente de batalla en Rumania, donde fue herido, por lo que regresó a colaborar con Gorky en el periódico Novaya Zhizn. Es probable que durante la Revolución trabajara como empleado del Comisariado de la Educación y para la CheKa, la policía secreta soviética. (Moraleja: nunca hay que desertar de ese tipo de oficios, o se corre el riesgo de pasar de fabricar horcas a usarlas.) Después de casarse, en 1919, y echar su semilla sobre el mundo, se dedicó a Caballería roja, que le traería fama internacional, traduciéndose a 20 idiomas, pero también la ira de los altos mandos militares que lo acusaron de “insultar” a las amables tropas al describir la brutalidad del campo de batalla. El camarada Gorky le cubrió las espaldas.
Cabe decir que durante la cacería contra Bábel (que duró casi veinte años), éste tuvo oportunidad de avecindarse en otras ciudades europeas pero, como buena Manzana Podrida, rehusó tanto huir como enderezar la senda y se dedicó a molestar a los próceres comunistas con crímenes tales como “producir” muy “poca” literatura. No contento con esta falta de “colaboración a la causa”, se declaró (al menos en sus primeros años) un gran admirador de la Revolución, pues creía que ésta traería la felicidad futura... al menos la de sus enemigos de pluma, que se unieron a los lebreles. Durante años, Babel tuvo que 1) luchar con los editores, que encontraban todo lo que escribía censurable y 2) tolerar las risitas de sorna de sus colegas y la crítica, que lo acusaban de poquitero. Lo que ignoraban, o minimizaban, era que escribía toneladas de cuentos y versiones de ellos, pero, debido en parte a su escrupuloso sentido de la autocrítica (esa horriblísima costumbre que suelen combatir los escritores) y también a la censura, sus originales se fueron empolvando hasta el día en que fue arrestado en Peredelkino, arrestados con él sus manuscritos. Bajo “interrogación” confesó larga asociación con los troskistas y planear un atentado anticomunista. El mismísimo Stalin (de quien se dice que apenas si sabía leer) ordenó su fusilamiento bajo el cargo de “espionaje”. Los “papeles” de Bábel fueron a dar al cuartel de la Policía Secreta en Moscú. Cuando los alemanes se acercaron a la ciudad, un previsor incendio redujo a cenizas los archivos del estalinismo, incluidas, se cree, miles de cuartillas inéditas de aquél que fuera llamado “sabio rabí” y que tenía, entre sus curiosidades, la de pedirle a cuanta mujer le presentaban permiso para husmear en su bolso. Los relatos póstumos llegaron a nosotros gracias a que, por razones también extravagantes, se “refugiaba” en casa de sus amigos a escribir y les dejaba en resguardo sus manuscritos. Confrontado hasta la saciedad por su “poca literatura”, Babel concluyó, durante una entrevista que más bien parecía interrogatorio de ministerio público: “Lo único que me da una gran satisfacción es que no tengo que retractarme de nada de lo que he escrito nunca”. Descansa en paz, pues.

Jean Seberg: sin aliento


Dentro de la mitología de culto del siglo veinte, Jean Seberg es recordada como la muchacha que vende periódicos en Campos Elíseos, en A bout de souffle o Sin aliento, de Jean-Luc Godard, filme estrenado en 1959, coprotagonizado por Jean Paul Belmondo y considerado por algunos como el nacimiento del cine moderno. Anteriormente, cuando Seberg tenía diecisiete años, filmó Juana de Arco; nada se sabía de ella hasta entonces, salvo que había participado en su infancia, en su pueblo natal, Marshalltown, Iowa, en obras de teatro. Su actuación, y sobre todo su aura sensual y al mismo tiempo inocente y sobrecogedora, se vio impulsada por la labor de su director que, en la escena final (una de las escenas cinematográficas de muerte más perturbadoras) le acercó a la cara una antorcha encendida.
A este éxito siguieron otros en Francia, que no solamente la hicieron un icono, sino también protagonista y figura clave de la Nueva Ola francesa. Bonjour Tristesse, adaptada de la novela de Francois Sagan, y Sin aliento, fueron películas emblemáticas de la época y sus mejores retratos. Sobre todo esta última, de donde salieron secuencias que la han inmortalizado en la memoria de los cinéfilos de culto. A finales de los sesenta filmó en Hollywood Lilith, interpretando un personaje que reflejaba mucho lo que ella misma era: una mujer enajenada en su erotismo y al borde de la locura, pero vital y amorosa. Además, inspiró el personaje de Diana Soren en Diana o la cazadora solitaria, de Carlos Fuentes, a quien abandonó por Romain Gary, reprochándole al primero ser menos culto que éste (ja ja). El matrimonio con Gary fue una tempestuosa relación marcada por las infidelidades de Jean, que solía seducir alguno que otro mancebo en los sets de filmación, así como en los bares de París y Nueva York. Fue precisamente en una fiesta que conoció a un miembro de las Panteras Negras, organización con la que terminó simpatizando ideológicamente. Su apoyo a este grupo le acarrearía desgracias de las que nunca logró recuperarse psicológicamente.
Siempre estuvo obsesionada con tener un hijo, y entonces, cuando por fin quedó embarazada, el omnipresente FBI se cruzó en su camino. El negrísmo y pestilentísimo Edgar Hoover, ordenó, en 1970 y estando Jean embarazada de siete meses, “neutralizarla”. Para llevar a cabo tan fina tarea, recurrió a prácticas notoriamente elegantes. “Filtró” una carta a los columnistas de chismes en donde aseguraba que el padre del niño no era Gary, sino un miembro de las temidísimas panteras. El efecto psicológico de esto y la adicción de Seberg a los barbitúricos provocaron que diera a luz prematuramente y el niño nació muerto. En un acto que sólo puede ser producido por la desesperación absoluta o el desquiciamiento, Jean llamó a conferencia de prensa y presentó a los periodistas estupefactos el cadáver “blanco” de su hijo no-natural; además, le tomó cerca de 200 fotos. Este acto extremo, sin embargo, no puso a fin a la cacería y llevó al FBI a acosarla hasta que ella decidió mudarse a París.
Después de esta experiencia, y pese a su éxito, incluso como directora, con The ballad of the kid, en 1974, cayó a manos de la locura y la depresión extrema. Podía salir desnuda de los baños de los aeropuertos y por temporadas se alimentaba únicamente de comida para perros. Cada aniversario de la muerte de su hijo intentó suicidarse. En 1978 sobrevivió a uno de estos intentos en el que se arrojó al metro de París. Así, fue recluida durante este periodo varias veces en centros psiquiátricos. Pero, después del “incidente” del metro, pareció “alivianarse” un tanto; incluso planeó volver a filmar. Sin embargo, fue reportada desaparecida en agosto de 1979. Dos semanas después de su desaparición, el 7 de septiembre, fue encontrada en el asiento trasero de su auto en un suburbio de París con el cuerpo marcado por quemaduras de cigarro y una nota de suicidio. Había tomado una gran dosis de barbitúricos y llevaba once días muerta, envuelta, supuestamente, en un chal que le regaló Carlos Fuentes. Un año después, Gary también se suicidó.

Truman Capote: escribir a sangre fría


Hace cuarenta años fue publicada en español A sangre fría, marcando el hito de la literatura contemporánea de escribir sin ficcionar. La excelente novela de Truman Capote lo llevó a la gloria literaria y, post mortem, al indudable privilegio de ser investigado con ahínco por los biógrafos (consabidos malhechores). Esa proclividad de la cultura estadunidense posmoderna a sumergirse en los más pantanosos escondrijos de los muertos famosos hizo que el año pasado Bennet Miller estrenara su también homenajeada Capote, película que retrata al escritor como un hombre falto de escrúpulos que interfiere en el proceso judicial de los asesinos de su novela (en la vida real) para concluirla prestamente.
Hurgando en la web encontré más francotiradores, entre ellos el escritor J. J. Maloney, un exconvicto que aprovechó la beca de los reformatorios de Kansas para convertirse en “artista, poeta y crítico literario”, y que hizo un estudio sobre el caso que llevó a Truman Capote a escribir A sangre fría. Su ensayo “A sangre fría: un libro deshonesto”, muy probablemente inspirado por la musa Envidia, contiene, sin embargo, hipótesis interesantes sobre cosas “raras” de la novela y, por ende, del caso. Maloney analiza cuestiones que considera que todo mundo ignoró al creer ciegamente que la obra maestra de Truman relataba los hechos tal y como habían ocurrido. Capote creyó que los asesinatos cometidos por Perry Smith, con la anuencia y el auxilio de Dick Hickock, sobre cuatro miembros de una hacendosa y puritana familia de Holcomb, Kansas, días antes del Thanksgiving Day de 1959, fueron producto de un momento de “disociación esquizofrénica” del buen Smith.
Maloney piensa (y mientras la articulista releía la novela también lo pensó, por puro morbo) que los asesinos eran amantes (él agrega que Dick era el macho y Perry la hembra). Cree, además, que después de salir de prisión (donde se habían conocido años antes de pasar a la historia criminal y literaria) “discontinuaron el aspecto físico de la relación”, sin menoscabo del aspecto psicológico y emocional. Maloney considera que un asesinato en masa tan gratuito (los asaltantes sólo se llevaron cuarenta dólares) cometido por un sujeto sin antecedentes homicidas ni tendencia a la insania mental sólo pudo haber ocurrido bajo el influjo de una desmesurada ira que atribuye a la frustración y los celos que Perry experimentó al encontrar a su compañero intentando abusar de Nancy Clutter, la hermosa adolescente de la familia. Furioso, Perry habría confrontado a Hickock e incluso lo habría instigado a “eliminar a los testigos” para que demostrara su hombría. Maloney supone que Perry, que terminó disparando el arma, mató a los otros tres miembros de la familia sólo para poder asesinar a Nancy y causarle así pena y culpa a su malhombre. Smith finalmente admitió todos los crímenes (había atribuido dos a Dick) para salvar la reputación de su querer ante su familia, cosa que efectivamente argumentó al confesar su “carro completo”.
El autor de esta versión de los hechos se basa en a) lo “inusual” en términos criminalísticos del evento (no se encontraron rasgos de sadismo sexual, desmembramiento, canibalismo o tortura sofisticada que hicieran pensar en el perfil del “depredador humano”) , b) la “estrecha” relación de los sujetos y c) la narración de los hechos que hicieron éstos, entre lo que destaca la “furia” que Perry dijo sentir cuando vio que Dick quería abusar de Nancy (y que no podemos atribuir a la indignación de un buen samaritano), y la discusión que tuvieron en el pasillo después de que le reclamara esto. Esta teoría, que aunque no es absolutamente convincente sí resulta verosímil, indica o que Capote no percibió sensibilidad homosexual en sus entrevistados (lo cual hubiera sido poco probable), o que no le dio importancia, o que, percibiéndola y suponiendo lo que supuso Maloney respecto al crimen, prefirió ficcionar a transcribir.

Poe: morir como un perro, ser recordado como un dios


No puedo pensar en Edgar Allan Poe sin dar con tres episodios literarios de mi adolescencia que aún perduran claros y más vívidos incluso que gran parte de ese territorio frío y malsano por el que crucé entre mis doce y mis quince años. El primer recuerdo es el del gato emparedado. El segundo, el de una pintoresca calle Morgue. El tercero es el del cuervo compulsivo y un poco chocante que no cesa de recordarle a un pobre hombre que no hay retorno ni porvenir posible mediando la muerte. A decir verdad, el poema me decepcionó. Los cuentos de Poe me parecían geniales y, de alguna manera, “felices”. No sé por qué, pero nunca pensé que el gato emparedado o su sucesor fuesen desdichados, como sí lo fue su creador, razón por la cual terminó escribiendo poemas fatalistas.
El Gran Maestro del misterio nunca conoció a sus padres, actores de teatro que murieron poco después de que naciera, en 1809. En adelante, un millonario colérico de nombre John Allan se dedicó, en estricto orden: a darle apellido, mantenerlo, conseguirle trabajo, maldecirlo cuando lo perdía, perdonarlo, maldecirlo de nuevo, y finalmente repudiarlo. Por si fuera poco, tuvo que ganarse la vida como redactor para varias revistas de Filadelfia y Nueva York, donde se dedicó a despotricar contra los autores de su tiempo y sus pretensiones literarias. Al final de la historia, los textos del maestro (relatos, poemas, ensayos) no lograron cruzar las aguas del Leteo.
En fin, la existencia de Allan Poe transcurrió entre las aguas mágicas de su genio literario y ese charco de inmundicias que a veces aparenta ser la vida. En su caso, creo que pocas veces tuvo la oportunidad de saber que esto es sólo ficción o metáfora. Ya muy joven trabajaba arduamente en allanar el camino a su perdición y a los quince años se enamoró de la madre de uno de sus compañeros de colegio, la cual puso su grano de arena muriendo presa de la locura. En adelante, sus heroínas dejarían pasear libremente sus rebaños de cabras por las páginas del escritor.
Algunas personas dicen que el Genio bebía grandes cantidades de alcohol, mientras que otras, incluido Edgar, sostienen que era intolerante al alcohol y que un solo trago lo dejaba inconsciente. Nadie sabe a ciencia cierta las intimidades de Poe y Baco, pero no queda duda de que tomaba, y también consumía láudano. Ya acercándose peligrosamente a la treintena se decidió por las nínfulas y se casó con la ya famosa Virginia, de quince años, que, por si fuera poco, era su prima. En enero de 1845 publica “El cuervo” en el Evening Mirror (previamente había dejado caer a la tierra algunos relatos que valdrían hoy algo así como dos premios Nobel y 300 becas eméritas, cada uno) y recibe un poco de fama y gloria… y la cuenta por ello. Al año siguiente se va a la quiebra y en 1947 Virginia muere, víctima de tuberculosis.
Ya en marcha el tren de la desgracia, no se detuvo frente a los frágiles huesos del poeta (este sí literalmente) maldito. Se supone que en los meses siguientes a la muerte de la amada, la depresión y “el vicio” lo fueron llevando, dando tumbos, por los temidos “caminos sin regreso”. El 3 de octubre de 1849 lo vieron desvariando frente a una taberna de Baltimore, Maryland. Lucubraciones posteriores sugieren que era víctima de delirium tremens, gran amigo de las fermentaciones alcohólicas. Fue trasladado al hospital, donde pasó unas terribles horas yendo y viniendo entre la cordura y el delirio. Luego, falleció la madrugada del 7 de octubre, sin saber (obviamente) que Borges, Cortázar y Baudelaire intrigarían con ahínco sobre la materia de sus últimos pensamientos. Mucho después, 160 años, yo escribí esta nota, también “feliz”, recordando a quien me regaló jugosas páginas de fantasía.

James Joyce: el triunfo de la escatología


En vida, Joyce labró su celebridad y gloria literarias con la exploración sin cortapisas de los deseos y obsesiones humanas. Su Ulises, descrito muchas veces como una “gloriosa obra maestra fallida”, es un libro clave para entender al hombre del siglo xx. A su gloria literaria siguió, tras su muerte, el morbo por su existencia, sobre todo a partir de que salieran a la luz unas cartas que mandara a su compañera Nora Barnacle en 1909 y que revelan su obsesión y gozo sexual asociado a la mierda. Y si parece rayana en la locura su afición por la mierda, lo es más el interés que ha generado a través del tiempo, en personas, claro, que anteponen otros motivos al puro y llano morbo. Desde los psicoanalistas, que han visto en ello un miedo a la “castración” del autor hasta los coleccionistas, uno de los cuales pagó 360 mil euros por una carta erótica escrita a Nora, la cantidad más alta pagada por una misiva escrita a mano del siglo xx.
James Joyce nació el 2 de febrero de 1882 en Dublín, y fue criado en una tradicional familia religiosa. Debido a ello las tormentas le causaban pavor, por representar un claro signo de la ira de Dios. Estudió con los jesuitas, a los que luego expondría salvajemente es su obra. En 1903, tras graduarse de la universidad, se instaló en París, pero debió regresar a Dublín tras la muerte de su madre. A raíz de esta pérdida se convirtió en un paria de tiempo completo, viviendo de préstamos y, en ocasiones, de sus habilidades como cantante (era tenor). El 16 de junio de 1904 conoció a Nora Barnacle, y es por ello que eligió esta fecha para situar la trama del Ulises. Por entonces, además de cultivar sus habilidades de perdulario, se dedicaba disciplinadamente a beber hasta perderse, deporte que no abandonaría nunca. Años después, cuando ya era “un autor”, su mujer le reprochaba su afecto al destilado. “Bien, aquí llega James Joyce, el escritor, otra vez borracho, con Ernest Heminway.”
Cansado de su suerte en Dublín, partió con Nora al continente, donde puso a prueba otra habilidad: la de vivir haciendo el mínimo esfuerzo para ello. Aunque dio clases de inglés, su verdadero oficio fue el de vividor; así, convenció a su hermano para que dejara Dublín y trabajara como profesor en Trieste. Cuando Stanislaus finalmente llegó a mecenear (sin querer) a Joyce, se encontró con que su hermano era poco ahorrativo, poco trabajador, pero un exhaustivo catador de vinos. También fue en Italia donde desarrolló varias costumbres extravagantes, como la de hablar únicamente en italiano en su hogar. En 1907 comenzó a presentar síntomas de iritis, que con el tiempo lo dejaría ciego. Durante este tiempo escribió los relatos de Dublineses, que publicó en 1914. En los años siguientes, y mientras escribía y publicaba por entregas Ulises en The Egoist, Joyce siguió dando clases, y recibiendo ayuda de su amigos, como Pound, Yeats, H.G. Wells, y de su editora, Harriet Weaver. A esta lista se agregaría después una acaudalada mujer que le hacía un depósito mensual.
Durante todo este tiempo siguió su relación con Nora, un poco sorprendido por la indiferencia, e incluso aversión, que ésta dedicaba a sus libros. Llegó a afirmar que ella constituía una excepción entre sus relaciones, pues, mientras que las otras personas con las que trataba se veían influenciadas por él, ella no recibía contaminación alguna de su parte. Mientras ella no lo veía, por otro lado, él perseguía mujeres jóvenes. Decía que si se permitía alguna limitación en ese aspecto, representaría su muerte espiritual. Cuando su hermano fue liberado en Italia del campo de presos en que estuvo toda la guerra, volvió a pelar con “Jim”; esta vez porque éste no le dedicó Dublineses, como había prometido. En 1921, instalado en París, publicó completo el Ulises, que le acarrearía gloria literaria. Después de leerlo, Carl Jung dictaminó que Joyce era esquizofrénico, igual que su hija Lucía, pero con capacidades emocionales e intelectuales suficientes como para vivir (y triunfar) con ello. Murió el 13 de enero de 1941, a raíz de una úlcera perforada. Un sacerdote intentó convencer a Nora de realizarse una misa católica, pero ésta se negó, demostrando lealtad al que hiciera de ella la musa de la escatología.

Miller: más allá del sexo


Hay poco de Henry Miller que el autor no haya contado ya en sus libros; lo sórdido y lo bello transcurren en sus páginas y no hay necesidad, pues, de abundar en torno a su vida “privada”; su vida como escritor y sus costumbres extrasexuales, sin embargo, ofrecen riqueza al lector morboso y al joven escritor, interesado en las “historias de vida” de escritores famosos.
Miller nació en Nueva York, el 26 de diciembre de 1891, el primer hijo de una familia de ascendencia alemana. Su padre era sastre. Tuvo una hermana, Lauretta Anna, que era discapacitada mental y a la que constantemente tenía que defender de otros niños. A los diecisiete, en su primera visita a un burdel, contrajo gonorrea. Comenzó a ir al New York City College, pero lo abandonó a los dos meses (sabiamente) después de verse obligado a leer Faerie Queene, de Edmund Spencer. En Stand Still Like the Hummingbird explica el por qué de su repulsión a este libro y a la enseñanza académica de la literatura. “Y pensar que leer esta monstruosa épica todavía es considerado indispensable en cualquier colegio. El otro día intenté leerla otra vez, sólo para darme cuenta que no estuve equivocado en mi juicio al respecto. A decir verdad, hoy me parece todavía más insano que cuando tenía dieciocho.” (¿Casi como leer El laberinto de la soledad en la secundaria?) En 1913, después de una temporada etílica y su consecutiva “toma de conciencia”, se casa y tiene una hija.
Miller no empezó a escribir seriamente hasta que tenía cuarenta años. Clipped wings, un libro sobre mensajeros escrito a partir de su experiencia en Western Union, escrito en 1922, fue rechazado por los editores. Su escaso ardor literario cambió cuando conoció a June, que, coinciden sus biógrafos, fue la mujer trascendental en la carrera del escritor. Por ella dejó a Beatrice, su esposa “tradicional” y a su hija, y ante su insistencia dejó su único trabajo estable. Cuando se mudó a vivir con June, ésta solía trabajar como mesera para mantener al “escritor”, lo cual comprueba que todo escritor que se precie de serlo debería tener un esclavo para sí. Esta seguridad en su trabajo (y un poco de falta de empatía hacia sus semejantes) lo acompañaría a Europa. Al mudarse a París, sin un centavo, conoce al escritor Alfred Perlés, austriaco, que durante un tiempo le pagó la renta y el desayuno. Anaïs Nin, por otro lado, tampoco mostró empacho en mecenearlo. Sin embargo, muchas veces se halló en una situación tan precaria que se veía obligado a pedir limosna. El motivo por el que dejó esta precaria práctica económica lo dejó tan conmocionado que años después lo contaría. Un hombre rico sale de la ópera y camina frente a Miller, éste le pide dinero. Aquél lo empuja, tirándolo al suelo, después, le avienta un puñado de monedas. Miller se inclina a recogerlas y a quitarles el barro. “En ese momento decidí que nunca más volvería a pedir limosna; y nunca más lo hice.”
Durante los treinta años en que escribió lo más relevante de su obra literaria, Trópico de Cáncer, Trópico de Capricornio (1939), y la trilogía de la Rosa de la Crucifixión (1953-1960), Miller sólo pudo publicar en Francia, ya que en Estados Unidos se le consideraba un pornógrafo más. En los sesenta, cuando finalmente fue publicado en su país, su aparición en librerías estuvo rodeada de una conmoción indulgente. Playboy lo entrevistaba, las mujeres jóvenes le ofrecían fotos de ellas desnudas (o simplemente se le ofrecían) y la contracultura buscó, sin éxito, su bendición. En los setenta, las feministas (guardianas firmes del orgasmo afectivo y de la frigidez intelectual) disiparon la fiebre por Miller, y de nueva cuenta su trabajo se convirtió en tabú. Para cuando murió, el 7 de junio de 1980, el hijo pródigo de Brooklyn se hallaba donde más cómodo estuvo siempre, lejos de ser un escritor respetable.

Arthur Conan Doyle: un caso para Holmes... y el diván


En 1989 Rodger Garrick-Steel, renombrado psicólogo inglés, dio a conocer el fruto de sus investigaciones, sospechas y delirios. Había hurgado durante años en diarios, cartas íntimas, testamentos y certificados de defunción hasta concluir que Conan Doyle no había escrito El sabueso de los Baskerville. Según él, Bertram Fletcher Robinson, periodista y corresponsal de guerra, amigo íntimo de Arthur, había dado a luz la historia, ofrecídola a su querido colega para que se inspirara y muerto a manos de éste y su propia mujer, Gladys: el uno inspirado por la amenaza que constituía que el verdadero autor de su bestseller estuviera vivo, y la otra por añejos problemas maritales (y hasta orgánicos, suponemos) que la mantenían sin descendencia. Se supone que juntos lo asesinaron proporcionándole dosis graduales de láudano, cuyo envenenamiento produce síntomas que se pueden confundir con los de la tifus.
La casa de los Baskerville es el título del incendiario tabique de 446 páginas que ha llevado a la Scotland Yard a tomar cartas en el asunto, anunciando en julio de 2005 la pronta exhumación del finado presuntamente estéril, y a la Sherlock Holmes Society a escandalizarse grandemente y denostar del que, ellos consideran, un ser vil y rencoroso que busca aprovecharse de la bien cimentada fama de Conan Doyle para llevar agua a su raquítico molino.
Según las investigaciones del tal Rodger, todo empezó cuando Arthur se vio presionado por los editores y sus lectores para continuar con las historias de Sherlock Holmes. Conan Doyle aceptó a regañadientes escribir una nueva novela y le pidió ayuda a su amigo. Bertram le ofreció una novela suya, Aventura en Dartmoor, para que "se inspirara”. Al parecer, el maestro del género policiaco la encontró tan perfecta que no dudó en hacerle el honor de estampar su firma en la pasta y entregarla al editor.
Proponemos descargar a Conan Doyle de los males y culpar a los editores (que siempre tiene la culpa, de lo que sea) y que en este caso se negaron a aceptar la propuesta de Arthur de compartir sus créditos de portada con su amigo porque, según ellos, sólo Doyle vendía. Conciente de esta injusticia, éste dedicó las primeras impresiones a su amigo; luego lo borró de la dedicatoria (nada común, ¿no?) y al final le pareció tan insoportable su presencia sobre la tierra que, haciendo uso de sus habilidades de médico, lo ayudó a pasar a mejor vida. O quizás todo haya sido culpa de la tal Gladys, que no sólo envenenó a su marido, sino a Conan Doyle contra éste. De hecho, la cínica mujer dijo a los médicos que llegaron por el cadáver del autor anónimo que su marido llevaba 22 días con fiebres altas, pero que no había pedido ayuda a un especialista porque ella “se estaba encargando”. No lo dudamos.
En fin, ya hemos lucubrado demasiado, y bastante mal. Seguramente Sherlock Holmes encontraría una solución muy sorprendente (y muy inocente) para el caso. Lo que no lograría resolver serían los extraños misterios que deambulaban por la cabeza de su creador, y es que Arthur Ignatius Conan Doyle, nacido el 22 de mayo de 1859 en Edimburgo, Escocia, tenía entre sus pasatiempos más queridos (también es materia de discusión) el fraude o la credulidad. Por ejemplo, el maestrazo Gilbert Chesterton lo exculpó de manera poco favorecedora al decir: “Siempre me ha parecido que la cabeza de sir Arthur funciona más a la manera de la de Watson que de la de Holmes.” Quizás eso lo llevó a escribir nueve libros misticistas. Otros creen que su impostura lo abarcaba todo, incluidas las escabrosas regiones del espiritismo fraudulento profesional, el diseño de hadas y fantasmas para niños y bobos, y demás “supercherías”, dirían los intelectuales.
Una vez más este redactor no sabe en que versión confiar (parece haber extraviado su brújula sospechosista), y aunque no descarta que tan insigne escritor fuera un mentiroso de ligas mayores, considera bastante la citada opinión del maestro Chesterton y otros elementos para pensar que el padre de Holmes tuviera más de un tornillo flojo en su brillante sistema nervioso central. Por ejemplo, en su libro The Edge of the Unknown dedica un capítulo entero a “demostrar” que Houdini tenía genuinos poderes paranormales que no quería admitir… pese a que éste había dicho hasta el cansancio que todo eran trucos.
No sólo en este momento demostró necedad sin parangón. También fue un defensor casi religioso de la “originalidad” de las fotos de las niñas con las hadas que en 1917 tomaron a los incautos por sorpresa. A sir Arthur no le importó que las mentes educadas de Gran Bretaña señalaran en las fotografías indicios del delicioso fraude que Elsie Wright, de 16 años, y Frances Griffiths, de 10, habían montado para las mentes no del todo crecidas de los no tan flemáticos británicos. A la distancia, sus “poderosos” argumentos a favor de la “existencia” de las hadas en el mundo “real” guardan parentesco con los del icónico Jaime Maussan a favor de la existencia de civilizaciones extraterrestres visitándonos. En fin, ojalá nos disculpe el espíritu del sir por haberlo raspado tanto, que al fin “que tanto es tantito” para una reputación tan bien cimentada en la literatura universal.

Pushkin: nada con moderación


“El que haya nacido en Rusia con sensibilidad y talento es una maldición” escribió en su última carta a su esposa el escritor que allanó el camino de una literatura nacional y provinciana a las cumbres de la literatura universal. Tolstoi confesó que la idea de Anna Karenina nació de un relato inconcluso suyo. Dostoievsky dijo una vez: “si Pushkin no hubiera existido, no habría habido escritores talentosos que emular”. Además de ser el mejor escritor ruso de su tiempo, fue editor (en Los Contemporáneos, que editara a partir de 1936 intentando paliar sus deudas) de algunos de los mejores cuentos de Nikolái Gógol. Sin embargo, el gran poeta no era muy agraciado y nada elegante en sus modales: medía un metro y medio, llevaba las uñas largas y era “tan feo como un simio”, así como pródigo en los excesos y bastante mujeriego. También era vanidoso y egocéntrico, tanto así que tenía una lista de las personas que lo habían insultado u ofendido donde anotaba la fecha en la que él, de alguna forma, se cobraba las ofensas. En una ocasión pasó toda la cena escupiendo las semillas de sus cerezas en la dirección en que se hallaba su enemigo.
Sus orígenes, en cuanto a su rama materna, eran bastante oscuros, al menos epidérmicamente. Su bisabuelo fue un príncipe etíope caído en desgracia siendo niño y “liberado” de la esclavitud por los rusos en Estambul. En Rusia adoptó el nombre cristiano de Abram Petrovich Hannibal, pues Pedro el Grande lo protegió y apadrinó (después de aceptarlo como regalo). Gracias al zar estudió ingeniería y se convirtió en militar. Su familia paterna era, como el mismo Pushkin solía decir, “el detritus de una aristocracia decrépita” que se remontaba 600 años atrás. Nacido el l 6 de junio de 1799 en Moscú, Alexander Sergeyevich Pushkin registró como su primer recuerdo, dos años después, el devastador sismo en la ciudad. En 1814 empezó a publicar, anónimamente, sus poemas, escritos en francés; a los 19 años ya había publicado una treintena de ellos. Sería el primer escritor ruso “profesional”, aunque sus retribuciones económicas no solían alcanzarle para su tren de vida.
En 1820 es exiliado por el zar al sur de Rusia. El mismo año se produce el arrollador éxito de Ruslán y Ludmila. Viaja al Cáucaso y a Crimea, lugares y atmósferas que marcarían sus obras sucesivas. Los críticos lo llamaban El Byron ruso; inspirado justamente en el Don Juan del autor inglés comienza a escribir Eugene Onegin, que concluirá ocho años después. Para 1824 La fuente de Bajchisarái era un rotundo éxito literario y comercial. Ese mismo año publica Los zíngaros, escrito entre borracheras, burdeles y desmanes de variada índole por los que fue mandado a Odesa en servicio militar. Tres años después, el nuevo zar lo perdona y vuelve a Moscú. A partir de entonces viviría bajo espionaje “informal”.
A los treinta años se veía viejo y exhausto. Pensando que el matrimonio le haría bien, se casó con una bella moscovita trece años menor que él; “mi amante número 113”, decía. Irónicamente, su esposa se convirtió en una de las favoritas en la corte del zar y sus coqueteos lo llevaban frecuentemente a los golpes. La frívola vida social de Natalia, el hecho de cada año tuviera un hijo y la manutención de sus parientes lo llevaron a endeudarse monumentalmente. Cierto día recibió una carta anónima en la que se le investía con “la selecta orden de los cornudos”, por lo que retó al barón Georges D’anthes (el supuesto cornante) a duelo. Éste le disparó en el estómago el 25 de enero de 1837. Pushkin murió dos días después. Tenía 37 años. El zar lo sepultó secretamente en un monasterio por temor a una revuelta el día de su funeral y pagó las deudas restantes del poeta. Natalia (a quien nunca se le comprobó adulterio, aunque “coqueteaba” con distintos nobles, incluido el zar) obtuvo una pensión y el supuesto amante fue desterrado del país. El poeta dejó inconclusa El negro de Pedro el Grande, novela histórica basada en su bisabuelo (y no albúr). Años después, el gobierno soviético alimentó la leyenda (leyenda nada más) de su pertenencia a los decembristas, obteniendo así el apoyo póstumo del camarada Pushkin.

Orwell: el incomprendido


Durante la mayor parte de su vida, Orwell fue un gran desconocido entre los escritores. Cuando por fin alcanzó la atención de los lectores y la crítica, sus libros siguieron estando ocultos a muchos de los que los leyeron: están llenas de simbolismos, señas y trampas y llegaron en un momento en que a nadie le interesaba la verdad, sino el mito.
Eric Blair nació en la India el 25 de junio de 1903 y era hijo de un agente de lo que vendría siendo la policía imperial antinarcóticos. Estudió literatura pero, no teniendo dinero para continuarlos, se alistó en 1922 en la Policía Imperial India en Birmania. Desertó cuando se dio cuenta que así no iba a llegar a ser un escritor y porque deseaba escapar de “cualquier forma de dominio del hombre sobre el hombre”.
Era una persona radical: en 1928 rehusó los bienes que por herencia le correspondían y regresó a Londres, donde alquiló un destartalado cuarto en Portobello Road. A sus veinticuatro años empezó a enseñarse a sí mismo cómo escribir. Llevaba una vida que podríamos calificar como "bohemia hardcore"; cuando tenía trabajo, lavaba platos. Se dice que incluso vivió en la calle. Ese mismo año mudó su pobreza a París. Unos meses más tarde lo hospitalizaron con neumonía. De esta experiencia escribió Sin blanca en París y Londres. Orwell escribió a su editor: “Preferiría publicarlo bajo seudónimo. No tengo reputación que perder al hacerlo y si el libro llega a tener éxito podré seguir usando el seudónimo”. Sin embargo, esta decisión también era nacionalista: Jorge es el santo patrón de Inglaterra y el río Orwell, en Suffolk, es emblemático para los ingleses. Además, consideró que un apellido que empezara con “O” podría favorecer a sus libros en los estantes de las librerías. Tras esto su suerte cambió algo y encontró una existencia más relajada como maestro.
En 1936 marchó a Barcelona para defender la causa republicana. Recibió adiestramiento militar básico y fue enviado a Aragón. Pasó dos meses ahí cuando fue herido en la garganta. Cuando regresó a Barcelona ya no había “camaradas”, sino facciones en lucha fraticida. Dormía al aire libre para evitar mostrar su identificación. Cayó presa de la paranoia, llegando a creer que su esposa era blanco de los espías soviéticos. Sus miedos fueron comprobados cuando ambos fueron acusados de traidores por el hecho de “ser troskistas”. Escribió Homenaje a Cataluña y le costó bastante trabajo encontrar editor: los izquierdistas no lo querían por considerarlo una crítica al comunismo; los editores de derecha por ser un libro revolucionario. En 1939 volvió a enfermar de tuberculosis. Quiso partir a luchar contra el nazismo, pero fue encontrado físicamente impedido.
En febrero de 1944 Granja animal fue terminada, pero ningún editor en Inglaterra la aceptó dada la alianza militar del momento con Stalin, a quien caricaturizaba en la trama y a quien consideraba el responsable de que el ideal socialista de la Revolución Rusa se hubiese pervertido. Fue publicado en Estados Unidos y fue un éxito de ventas. Orwell finalmente pudo vivir de sus regalías y accedió a la gloria literaria, pero se vio decepcionado por la forma en que fue malinterpretado y manipulado por la derecha como propaganda contra el gobierno laborista al que el autor de hecho apoyaba. Se retiró a Jura, enfermo y temiendo un asesinato desde el Kremlin. Redactó entonces el libro que tanto ruido haría en las cabezas de los políticos de todo el mundo. ¿Quién de ellos no ha soñado ser el Gran Hermano? En junio de 1949 es publicado 1984; en enero del siguiente año la tuberculosis que había perseguido a Orwell desde su época de pobreza gana la última batalla.
La saña póstuma se ha esforzado bastante, logrando dar con una carta que entregó a Scotland Yard señalando a varios colegas “criptocomunistas”. Algunos piensan que escribió esta carta afectado de sus facultades craneoencefálicas por las altas fiebres; otros creen que fue un acto lúcido con el que pretendía ayudar a su gobierno a no caer en manos de los totalitaristas. Menciono la carta únicamente porque es divertida. Por ejemplo, del escritor John Steinbeck dice: “¿observaciones?: escritor espurio, pseudo-naif”; de otra “señalada” comenta: “…probablemente sólo simpatiza sentimentalmente. Boba. Tiene dinero.” Y de muchos, nada más: “bastante estúpido”. ¿Quién dijo que no tenía sentido del humor?

Gente pequeña


“Esa mañana fui a la librería y compré El guardián en el centeno. Estoy seguro de que la mayor parte de mí es Holden Caufield. La parte pequeña debe ser el Demonio. Fui al edificio. Me quedé ahí hasta que él salió y le pedí que me firmara mi álbum. En ese punto mi parte grande ganó y quise regresar al hotel, pero no pude. Esperé hasta que regresó. Yoko pasó primero y la saludé, no quería herirla. Luego pasó John. Tomé la pistola y le disparé. No puedo creer que lo haya hecho. Me quedé ahí, apretando el libro (…)” El gatillero moderno más aborrecido, Mark Chapman, declara a la policía, tres horas después del asesinato de John Lennon, que cayó, como en las películas, tras cinco disparos y un previo “Me dieron” ante las puertas del edificio Dakota. Su asesino, por su parte, sacó El guardián… y se sentó a cultivar su mente y espíritu mientras llegaba la policía.
El futuro magnicida nació el 10 de mayo de 1955 y su niñez es tema de debate. Él contó que su madre acostumbraba pedirle protección cuando su padre la golpeaba y que éste último jamás lo abrazó ni le expresó su amor. Su madre no niega ni confirma la versión. Inspirado por agudos sentimientos de inferioridad e impotencia, Chapman creó una ciudad imaginaria de “gente pequeña” que lo idolatraba, incluso si decidía baños de sangre. Él los entretenía cantando canciones de los Beatles. A sus catorce años, y con una amplia experiencia en el alucín psicótico, se hizo hippy. Dos años después, y de manera igualmente improvista, salió de su casa persiguiendo a María Juana y regresó con una Biblia en la mano. Había acudido a una conferencia de un evangelista y se había sentido iluminado. Entonces fue, dicen sus biógrafos (inspirados ya en el arte del debraye), que empezó a “tener conflictos” con Lennon. Le molestaba la fama del John, pero además sus declaraciones respecto a que los Beatles eran más famosos que Jesucristo. Por esas épocas era voluntario de la organización cristiana multinacional YMCA. Todos sus jefes concordarían, más tarde, que era muy cordial con los niños en desamparo que atendía (y que lo llamaban Nemo) y que parecía tener un gran futuro y ser muy feliz. Sin embargo, en sus últimos días en un campo de niños vietnamitas refugiados, en diciembre de 1975, tuvo una particular conversación con su compañero Rod Riemersma: “Nos vamos a reunir. Un día uno de nosotros va a ser Alguien. En cinco años, uno de nosotros va a hacer algo grande y nos reunirá a todos.” Echen, pues, a volar las negras alas de la especulación.
Pero sus estudios en la YMCA no iban nada bien, y esto, aunado al hecho de que tenía relaciones concupiscentes con una camarera, lo hizo pensar en el suicidio. Viajó a Honolulu con sus ahorros para darse una vida de lujo y luego “terminar”, pero al final rehusó esto último. Volvió a casa sólo para regresar a Hawai; luego de unas semanas rentó un carro y se fue a un camino solitario. Se encerró en el auto para morir asfixiado por la combustión de gasolina. Pero un pescador japonés (un ángel, según él) se acercó y lo despertó, salvándole la vida y recordándole que Dios no es racista y que aún lo amaba… etcétera. Su ánimo subió y se casó con una buena mujer llamada Gloria Abe. Pero las cosas no marchaban tan bien. Aparte del siniestro hecho de haberse casado, como John Lennon, de una japonesa, extrañas obsesiones deambulaban su masa encefálica. Así, se convirtió en coleccionista de arte: compró un Dalí en 2,500 dólares y un Norman Rockwell en 7,500. Además, puso a Gloria a leer El guardián…, que ya había dado a leer a un montón de gente en la YMCA. Y, por última vez, dio con su máxima obsesión: John Lennon. De pronto, encontró la razón por la cual seguía vivo: debía matar a John. La gente pequeña (de regreso) le pidió que no lo hiciera. “Piensa en tu esposa. Piensa en el señor Presidente. Piensa en tu madre. Piensa en ti.” En mala hora decidió dejar de “escuchar voces”. Viajó a Nueva York. Se arrepintió y se fue. Se arrepintió de arrepentirse y volvió para cumplir su misión. Previamente, llamó al escort service, pero lo único que hizo fue hablar con una aburrida profesional del placer. La mañana del ocho de diciembre, salió rumbo a su destino.
“Es una cosa horrible darte cuenta de lo que has hecho”, comentó en una entrevista en el año 2000. Aparentemente liberado tras tan violenta catarsis de la “gente pequeña” y Luzbel, Mark es un prisionero modelo, pero esto no le sirve para conseguir su libertad. La última vez que apeló por ella, en 2004, la también mundialmente mentada Yoko Ono pidió a las autoridades no liberarlo, por el bien suyo y el de sus hijos. Eso, y las amenazas de muerte de los fans del “más famoso que Jesucristo”, mantienen al sujeto en cuestión en solitario en una celda en el Instituto Correccional Attica, cerca de Buffalo.
Pero siempre hay alguien que sale embarrado sin haber participado de la carnicería. Y esta vez le tocó al buen J. D. Salinger, que nunca imaginó que el asesino del beatle hiciera el recorrido que hizo su personaje por Nueva York antes de llegar al edificio Dakota. Champan, incluso, quería hacerle promoción durante su juicio. Cuando le preguntaran algo sólo respondería: “Lean El guardián en el centeno”. Sus abogados lo convencieron de que eso era un malviaje. Aún así, el golpe estaba dado, y la prensa, que tanto gusta de los Autores Intelectuales, contribuyó a que Salinger recibiera un montón de lacrimosos reclamos y se refugiara en el campo.

Nikolai Gogol: el final siempre es el mismo


Esta vez le tocó su turno a uno de mis autores favoritos: Nikolai Gogol, que sin faltar a la tradición genial enloqueció en algún momento de su vida (o quizás siempre estuvo loco). Indagando en internet con la aviesa intención de escribir este homenaje sui generis, encontré un artículo escrito por unos loqueros israelíes sobre el buen Gogol, advirtiendo que el estudio de la salud mental post mortem de un sujeto (sic traducido) basado en el legado literario es “algo complicado”. Después de ello dejaron a un lado sus “resquemores éticos” y le entraron con todo. Identificaron cinco fases durante la vida adulta de Gogol que influían tremendamente en su “productividad literaria” y en su salud mental: bipolaridad con euforia predominante, prominentes cambios de humor, poderosas depresiones y “el declive”. “En nuestra opinión, Gogol sufría de un desorden bipolar en segundo grado y tenía un desorden narcicista de personalidad.” Todo ello fue colegido en base a la calidad y cantidad de su creación durante determinados periodos de tiempo y a partir de las cartas cruzadas con sus amigos, así como por el nada desdeñable hecho de haberse convertido al final de su vida en monje y concluir prendiéndole fuego a lo que encontró más a la mano: su obra inédita.
Como con todos los grandes genios de la literatura, el siglo XX y el XXI se han propuesto desenmarañar su pública o privada vida sexual. Y aunque se le achaca haber tenido un novio, Iosif Vielhorsky (que supuestamente murió de tuberculosis), mientras escribía la primera parte de Almas muertas en Italia, algunos investigadores sostienen que nunca salió del clóset. Uno de ellos, Simon Karlinsky, se propuso develar los misterios de aquél a quienes sus colegas consideraban “incomprensible”. En The Sexual Laberynth of Nikolai Gogol, el biógrafo concibe al genio como un homosexual reprimido. Encontró (o supuso que encontró) en las páginas de Gogol amplia evidencia de la misoginia del autor en sus arpíacos personajes femeninos y en la tragedia que sufrían aquellos que deseaban casarse con un mujer. De nueva cuenta, todo se reduce a interpretaciones no literarias de sus libros.
Gógol nació en la provincia de Poltova el 31 de marzo de 1809 (hace casi doscientos años), y aunque nunca se sepa (a menos que Nacional Geographic lo exhume para determinar cómo murió) qué lo hizo terminar sus días tan precipitadamente ni sea clara su orientación sexual, creo que no se le podrá acusar de haber sido poco crítico con su trabajo literario. En 1829 publicó bajo seudónimo el poema Hans Kuchel Garten en edición de autor, y resultó tan ridiculizado por un crítico que compró todas las copias que pudo y las quemó en un cuarto que rentó para tal propósito. Después, la lucidez lo fue abandonando paulatinamente. En 1848 hizo una peregrinación a Jerusalén y cuando volvió a Moscú se dedicó en cuerpo y alma a la “vida religiosa”. Fue bajo estos influjos que un día, inspirado, arremetió contra la segunda parte de Almas muertas, entregándola a su viejo amigo ígneo. Algunas de las páginas que sobrevivieron fueron publicadas póstumamente. Murió el 3 de marzo de 1852, de causas desconocidas. Se ha supuesto que se estuvo autoflagelando la última semana de vida e incluso se rumora que también entregó su cuerpo a las llamas.

Linda Lovelace: profundo amor y odio


Linda Susan Boreman seguramente nunca soñó en convertirse en la estrella porno más singular y encantadora de la industria; tampoco en que llegaría a ser un personaje de la cultura norteamericana; ni en cuánto le iba a costar todo ello. Originaria de Yonkers, New York, Linda nació el 10 de junio de 1949 en el seno de una familia donde el abuso era la divisa. Su padre era un alcohólico empedernido. Su madre solía distraerse de la aburrida vida doméstica golpeando salvajemente a Linda. Cuando tenía 21 años, mientras tomaba el sol en Miami, conoció al que sería el hombre de su vida, sea lo que sea que esto signifique. Chuck Traynor era el dueño de un bar cuando conoció a su futura mina de oro; cuando perdió el negocio, no dudó en poner a trabajar a su hembra, no importa lo que esto signifique. Así, recurrió al oficio más antiguo (no hablo de la política), pero con la fortuna de no tener que ejercerlo. El primer servicio que la reina del porno ofreció (drogada por su gentil marido) fue a un cuarteto de tipos que pagaron 40 dólares cada uno a su, desde entonces, manager y padrote, que tuvo que devolver a uno la mitad de su dinero por culpa del hartazgo o el cansancio de Linda.
La historia oficial dice que fue el mismo Chuck quien forjó la garganta profunda de Linda. Para los curiosos se dirá que el “arte” consiste en “relajar” los músculos de la garganta lo suficiente como para permitir el paso de apéndices suficientemente largos y gruesos como para espantar a cualquiera. Esta técnica de faquir la aprendió el mencionado padrote sepa usted dónde y si en carne propia. Con la felación profunda bajo el brazo, emprendieron una gira que los llevaría al centro (o al fondo) de la mafia, donde Gerard Damiano resultó tan gratamente sorprendido que decidió rodar una cinta basada en la maravillosa habilidad de Linda.
Nuestra heroína diría años después: “Cuando ven Deep Throat, me están viendo ser violada. Es un crimen que esa cinta se siga mostrando; todo el tiempo hubo una pistola apuntando a mi cráneo.” Dicen los enterados que si bien efectivamente Chuck ejercía una presión nada amable sobre la proveedora de sus sagrados alimentos, que incluía golpizas brutales que le dejaban moretones que los maquillistas a duras penas podían disimular, Linda no fue la víctima non plus ultra que después ella misma vendería a las feministas antiporno y al siempre atento morbo estadunidense. De hecho, la maestra de la felatio escribió ella misma el “guión” de Deep Throat, que inició rodaje en enero de 1972. No sería su debut: en 1969 Chuck tuvo la brillante idea de filmar un video donde Linda interactuaba, incluyendo coito, con un can. La cinta se llamó Dogarama o Dog Fucker. Linda se referiría a ese film como el punto más degradante en la historia de humillación de la que fue protagonista durante el tiempo que vivió con Chuck, que cobraba por ella. Por protagonizar Deep Throat Linda “recibió” 1,200 dólares y sus productores 600 millones, habiendo invertido solamente $22,500 en la producción, todo de y para la mafia, que distribuyó la cinta en las salas de cine, a cuyos dueños les cobraban 50% de las ganancias. Siempre a mano en estos ámbitos, Frank Sinatra consiguió una copia de la cinta y se encargó de promocionar la cinta en las altas esferas gabachas. Jack Nicholson dijo que a él le había parecido “disgustante”.
Se calcula que 10 millones de estadunidenses han visto la cinta. Con todo, lo más importante para Linda no fue la fama, sino un cierto sentido de autonomía que ésta le devolvió. Ella misma dijo: “Linda Boreman y Linda Traynor nunca pudieron liberarse de Chuck. Hizo falta Linda Lovelace para huir.” Cundo al fin lo hizo, decidió no volver a filmar cortos porno, ni a posar desnuda. Aún así, explotó su fama de estrella porno por un tiempo, pero, no habiendo sexo, sin éxito. Linda Lovelace for president fue una película tan mala que desapareció inmediatamente. Cuando Ordeal apareció, en 1980, nadie en el porno dudó que Linda, ahogada por las deudas y sin posibilidad de explotar más su garganta profunda, decidiera renegar de todo ello para reconquistar la fama y el dinero que un día tuvo, si no en las manos, sí muy cerca. Es más, bautizaron en su honor esta transformación a la que se uniría tiempo después Traci Lords como “el síndrome de Linda”. Sin embargo, los sectores conservadores y las feministas antiporno apoyaron el libro y a Linda, que para entonces se había casado, criaba hijos y había subido varios kilos. No obstante, unos años después, en 2001, apareció en una revista en lencería, dándole la razón a sus detractores cuando afirmaron que todo lo que quería era fama… a toda costa. Finalmente, el 22 de abril de 2002 falleció, en un accidente automovilístico, el mayor icono porno femenil y una de sus combatientes más feroces, como la misma cultura que le dio vida: obsesionada hasta el fundamentalismo con la pureza y su pérdida.