Hay quien ha llegado a decir que el legado de la Segunda Guerra Mundial en España es de un millón de muertos, más uno. Ese uno fue el gran pensador alemán Walter Benjamin, nacido en la parte más occidental de Berlín, en lo que podría considerarse un gueto burgués judío, el 15 de julio de 1892. En su adolescencia publicó sus primeros textos de prosa y poesía bajo el seudónimo Ardor e hizo todo lo posible (incluso autoinducirse ciática por hipnosis) con tal de no ser llevado al frente de batalla. Contra lo que muchos podrían pensar, le aburría la escuela, que consideraba un lugar a donde se iba a escuchar “mugir a una vaca” durante horas. A principios de la década de los treinta abandona Alemania para instalarse en París, y visita España, Dinamarca e Italia durante ese periodo. El filósofo tenía una manía documental que ha resultado de utilidad a sus biógrafos y estudiosos: conservaba su correspondencia, hacía copias de sus manuscritos (y de los de sus amigos), guardaba diarios, cuadernos, dibujos, notas, etcétera. Si sumamos a esto el culto que se le rinde en todo el mundo, no deberá sorprendernos que, en Alemania, incluso su agenda haya sido publicada en edición facsimilar.
Benjamin pasó su etapa intelectual más prolífica huyendo del nazismo. A finales de la década de los treinta se vio obligado a escribir bajo el seudónimo E. O. Tal, inversión del latín lateo: “estoy oculto”. En 1939, los nazis le retiran la nacionalidad alemana y al estallar la segunda guerra mundial es internado en un “campo de trabajadores voluntarios” francés. En el verano de 1940 consigue un visado francés y parte a Marsella para abordar un barco rumbo a Estados Unidos, cosa que no consigue. Atraviesa entonces por tierra la frontera francoespañola con la intención de llegar a Lisboa. El 26 de septiembre llega a Portbou, localidad recién tomada por las orcos de Francisco Franco. Lo que ocurre en las siguientes veinticuatro horas es materia de especulación. Un súbito cambio en la legislación española le impide abandonar el pueblo (considerado francés por este decreto). Se aloja (más bien es recluido) en una fonda donde es vigilado por tres policías franceses que lo llevarán a Francia a la mañana siguiente. Según la versión oficial, Benjamin, ante lo desesperado de la situación, se suicida. Pero el médico dicta muerte natural en su parte y el escritor es enterrado bajo el rito católico con otro nombre. Por otro lado, el súbito decreto español hace pensar que las autoridades tenían conocimiento de las consecuencias (para Hitler) de que un intelectual judío que despotricaba contra él consiguiera abandonar Europa.
Para terminar el thriller, en Escape Through the Pyrenees, Lisa Fittko, que viajaba en el grupo de huida de Benjamin y encontró un pasaje a través de las montañas, presenta otro elemento sospechoso en el último camino de Benjamin: un portafolio que el autor vigilaba con celo enfermizo. Con o sin drama añadido, Fittko sostiene que Benjamin había dicho de él: “contiene mi manuscrito, y debe ser salvado a toda costa”. Sin embargo, ningún maletín ni documento alguno llegó a Theodor Adorno, a quien envió Benjamin una última carta el día de su muerte con una mujer que debió memorizarla y luego destruirla. Como en una historia de espionaje y contraespionaje, esta mujer, Henny Gurland, es la única “prueba” del suicidio de Benjamin. Ella sostuvo que el escritor tomó una enorme dosis de morfina después de dictarle la carta dirigida a Adorno, pero que no le mencionó nada de un maletín o de un manuscrito. Sin embargo, la policía sí encontró un maletín entre las pertenencias del occiso, y lo registró en un reporte. Nada más. Mucho se ha especulado desde entonces al respecto. Gershom Scholem creía que ese manuscrito debía contener los principios del trabajo filosófico más ambicioso de Benjamin. Y claro, no falta quien supone que contenía un postulado antimarxista por el que era perseguido por Stalin, cuyos agentes lo mataron disfrazados de policías franceses, etcétera.
Detrás del misterio se encuentra una muerte que afectó tanto al pensamiento europeo como la obra (y la vida) de su “portador”. En un monumento que el escultor israelí Dani Karavan erigió fuera del cementerio donde Benjamin está sepultado, se leen sus propias palabras: “No hay un documento de la civilización que no sea al mismo tiempo documento de la barbarie”.
Benjamin pasó su etapa intelectual más prolífica huyendo del nazismo. A finales de la década de los treinta se vio obligado a escribir bajo el seudónimo E. O. Tal, inversión del latín lateo: “estoy oculto”. En 1939, los nazis le retiran la nacionalidad alemana y al estallar la segunda guerra mundial es internado en un “campo de trabajadores voluntarios” francés. En el verano de 1940 consigue un visado francés y parte a Marsella para abordar un barco rumbo a Estados Unidos, cosa que no consigue. Atraviesa entonces por tierra la frontera francoespañola con la intención de llegar a Lisboa. El 26 de septiembre llega a Portbou, localidad recién tomada por las orcos de Francisco Franco. Lo que ocurre en las siguientes veinticuatro horas es materia de especulación. Un súbito cambio en la legislación española le impide abandonar el pueblo (considerado francés por este decreto). Se aloja (más bien es recluido) en una fonda donde es vigilado por tres policías franceses que lo llevarán a Francia a la mañana siguiente. Según la versión oficial, Benjamin, ante lo desesperado de la situación, se suicida. Pero el médico dicta muerte natural en su parte y el escritor es enterrado bajo el rito católico con otro nombre. Por otro lado, el súbito decreto español hace pensar que las autoridades tenían conocimiento de las consecuencias (para Hitler) de que un intelectual judío que despotricaba contra él consiguiera abandonar Europa.
Para terminar el thriller, en Escape Through the Pyrenees, Lisa Fittko, que viajaba en el grupo de huida de Benjamin y encontró un pasaje a través de las montañas, presenta otro elemento sospechoso en el último camino de Benjamin: un portafolio que el autor vigilaba con celo enfermizo. Con o sin drama añadido, Fittko sostiene que Benjamin había dicho de él: “contiene mi manuscrito, y debe ser salvado a toda costa”. Sin embargo, ningún maletín ni documento alguno llegó a Theodor Adorno, a quien envió Benjamin una última carta el día de su muerte con una mujer que debió memorizarla y luego destruirla. Como en una historia de espionaje y contraespionaje, esta mujer, Henny Gurland, es la única “prueba” del suicidio de Benjamin. Ella sostuvo que el escritor tomó una enorme dosis de morfina después de dictarle la carta dirigida a Adorno, pero que no le mencionó nada de un maletín o de un manuscrito. Sin embargo, la policía sí encontró un maletín entre las pertenencias del occiso, y lo registró en un reporte. Nada más. Mucho se ha especulado desde entonces al respecto. Gershom Scholem creía que ese manuscrito debía contener los principios del trabajo filosófico más ambicioso de Benjamin. Y claro, no falta quien supone que contenía un postulado antimarxista por el que era perseguido por Stalin, cuyos agentes lo mataron disfrazados de policías franceses, etcétera.
Detrás del misterio se encuentra una muerte que afectó tanto al pensamiento europeo como la obra (y la vida) de su “portador”. En un monumento que el escultor israelí Dani Karavan erigió fuera del cementerio donde Benjamin está sepultado, se leen sus propias palabras: “No hay un documento de la civilización que no sea al mismo tiempo documento de la barbarie”.