martes, 7 de julio de 2009

Benjamin: otra vez el silencio


Hay quien ha llegado a decir que el legado de la Segunda Guerra Mundial en España es de un millón de muertos, más uno. Ese uno fue el gran pensador alemán Walter Benjamin, nacido en la parte más occidental de Berlín, en lo que podría considerarse un gueto burgués judío, el 15 de julio de 1892. En su adolescencia publicó sus primeros textos de prosa y poesía bajo el seudónimo Ardor e hizo todo lo posible (incluso autoinducirse ciática por hipnosis) con tal de no ser llevado al frente de batalla. Contra lo que muchos podrían pensar, le aburría la escuela, que consideraba un lugar a donde se iba a escuchar “mugir a una vaca” durante horas. A principios de la década de los treinta abandona Alemania para instalarse en París, y visita España, Dinamarca e Italia durante ese periodo. El filósofo tenía una manía documental que ha resultado de utilidad a sus biógrafos y estudiosos: conservaba su correspondencia, hacía copias de sus manuscritos (y de los de sus amigos), guardaba diarios, cuadernos, dibujos, notas, etcétera. Si sumamos a esto el culto que se le rinde en todo el mundo, no deberá sorprendernos que, en Alemania, incluso su agenda haya sido publicada en edición facsimilar.
Benjamin pasó su etapa intelectual más prolífica huyendo del nazismo. A finales de la década de los treinta se vio obligado a escribir bajo el seudónimo E. O. Tal, inversión del latín lateo: “estoy oculto”. En 1939, los nazis le retiran la nacionalidad alemana y al estallar la segunda guerra mundial es internado en un “campo de trabajadores voluntarios” francés. En el verano de 1940 consigue un visado francés y parte a Marsella para abordar un barco rumbo a Estados Unidos, cosa que no consigue. Atraviesa entonces por tierra la frontera francoespañola con la intención de llegar a Lisboa. El 26 de septiembre llega a Portbou, localidad recién tomada por las orcos de Francisco Franco. Lo que ocurre en las siguientes veinticuatro horas es materia de especulación. Un súbito cambio en la legislación española le impide abandonar el pueblo (considerado francés por este decreto). Se aloja (más bien es recluido) en una fonda donde es vigilado por tres policías franceses que lo llevarán a Francia a la mañana siguiente. Según la versión oficial, Benjamin, ante lo desesperado de la situación, se suicida. Pero el médico dicta muerte natural en su parte y el escritor es enterrado bajo el rito católico con otro nombre. Por otro lado, el súbito decreto español hace pensar que las autoridades tenían conocimiento de las consecuencias (para Hitler) de que un intelectual judío que despotricaba contra él consiguiera abandonar Europa.
Para terminar el thriller, en Escape Through the Pyrenees, Lisa Fittko, que viajaba en el grupo de huida de Benjamin y encontró un pasaje a través de las montañas, presenta otro elemento sospechoso en el último camino de Benjamin: un portafolio que el autor vigilaba con celo enfermizo. Con o sin drama añadido, Fittko sostiene que Benjamin había dicho de él: “contiene mi manuscrito, y debe ser salvado a toda costa”. Sin embargo, ningún maletín ni documento alguno llegó a Theodor Adorno, a quien envió Benjamin una última carta el día de su muerte con una mujer que debió memorizarla y luego destruirla. Como en una historia de espionaje y contraespionaje, esta mujer, Henny Gurland, es la única “prueba” del suicidio de Benjamin. Ella sostuvo que el escritor tomó una enorme dosis de morfina después de dictarle la carta dirigida a Adorno, pero que no le mencionó nada de un maletín o de un manuscrito. Sin embargo, la policía sí encontró un maletín entre las pertenencias del occiso, y lo registró en un reporte. Nada más. Mucho se ha especulado desde entonces al respecto. Gershom Scholem creía que ese manuscrito debía contener los principios del trabajo filosófico más ambicioso de Benjamin. Y claro, no falta quien supone que contenía un postulado antimarxista por el que era perseguido por Stalin, cuyos agentes lo mataron disfrazados de policías franceses, etcétera.
Detrás del misterio se encuentra una muerte que afectó tanto al pensamiento europeo como la obra (y la vida) de su “portador”. En un monumento que el escultor israelí Dani Karavan erigió fuera del cementerio donde Benjamin está sepultado, se leen sus propias palabras: “No hay un documento de la civilización que no sea al mismo tiempo documento de la barbarie”.

Lewis Carroll: algunas maravillosas teorías sobre Alicia


Lewis Carroll (bautizado como Charles Ludwidge Dodgson y originario de Lancashire) dijo alguna vez: “Me encantan los niños (excepto los varones)”. Tomando en cuenta la infinidad de cartas escritas a sus jóvenes amigas (por lo común excelentes minificciones con un toque de ternura “gore”) y las fotografías que les tomó desnudas o semidesnudas, el perverso siglo XX y su hijo natural el XXI han dado a luz infinidad de libros, artículos, investigaciones y descarados debrayes sobre la personalidad extravagante del matemático, escritor y tartamudo fotógrafo (nacido el 27 de enero de 1832) y de posibles hechos perversos inmiscuidos en la génesis de Alicia en el país de las maravillas, escrita a su joven amiga Alicia Liddell, de diez años, nomás para entretenerla. Hasta el momento, el veredicto por pedofilia que pesa sobre el autor de uno de los mejores alucines literarios está sustentado en especulaciones y sospechas, y más de un ocioso ha protestado y escrito sendos libros defendiendo a Lewis.
Algunos de ellos afirman que en la época victoriana los desnudos infantiles no eran inusuales (se han descubierto seis; cuatro de los cuales han sido publicados). Creen que la ruptura con sus amigas a la pubertad revela a un hombre consciente de que la amistad entre un hombre adulto y una adolescente no era cosa correcta. Otros hablan de una “obsesión asexuada” hacia los niños. Como sucede con otros autores que se han colado a parnasianas alturas, la información respecto a usos, costumbres y algunos hechos importantes de su vida difiere de un investigador a otro (por ejemplo, el célebre mito de que era habitual consumidor de opio no tiene sustento; sólo se le ha comprobado el uso extensivo de cannabis). Hay evidencia que sugiere que sí mantenía relaciones íntimas con sus decrépitas exmodelos en edades posteriores a los dieciséis años. ¿Lo hacía antes? La defensa más telenovelesca de Lewis proviene de una británica que sugiere que el gran amor del maestro no era por Alicia Liddell, sino por su madre, Lorina, una bella mujer cuyo marido (reverendo) prefería a los caballeros. Su evidencia tampoco es contundente; se basa sobre todo en que Carroll solía incluir en sus plegarias un salmo relativo al adulterio y en la suposición de que las fotografías destruidas eran de mujeres adultas desnudas. Los diarios de Dodgson entre abril de 1858 y mayo de 1862 (la época en que más cerca estuvo de Alicia) fueron destruidos por sus herederos, y las páginas que hablan del rompimiento con la familia Liddell fueron arrancadas. Se supone que fue obligado a dejar de sostener relaciones pecaminosas con la madre de Alicia, pero el propio Carroll hablaba poco de “viejas” y bastante de niñas: “Confieso que no me gustan los niños desnudos en fotografías, siempre parecen necesitar ropa, mientras que uno difícilmente comprende por qué las adorables formas de las niñas tendrían que ser cubiertas.” Otros de sus biógrafos sugieren que era pedófilo, pero célibe, es decir, que sólo pecaba en pensamiento. En fin, cada vez son más disparatadas las hipótesis: hay una que aduce un trauma infantil por ser forzado a dejar de ser zurdo y hace diez años fue escrito un libro “revelando” la verdadera identidad de Jack El Destripador: Lewis Carroll, inculpado por sus propios anagramas y por la amplia imaginación de otro británico. Por cierto, ¿adivina usted quién tradujo al ruso Alice in Wonderland? Sí, el creador de la maravillosa nínfula ya cincuentona Dolores Haze: Vladimir Nabokov, que dijo una vez a Vogue Magazine: “Yo siempre lo llamo Lewis Carroll Carroll, porque fue el primer Humbert Humbert”. Ya lo presentía el propio Carroll en su célebre libro: “La sentencia primero; el juicio vendrá después.”

Carver: no siempre es así


La inspiración de relatos como “La casa de Chef”, “Una conversación seria”, “De lo que hablamos cuando hablamos de amor”, “Vitaminas” y “Desde donde llamo”, grandes obras maestras del parnasiano Raymond Carver, fue el mismísimo trago, públicamente y despectivamente llamado alcohol. Muchos escritores empinan el codo con gran facilidad, la diferencia aquí es que el escritor se llamaba Raymond Carver y libaba nada más y nada menos que con John Cheever, cuando, según, daban sendos talleres literarios en Iowa, en 1973; después de la ardua experiencia al alimón, Cheever se matriculó en una clínica contra las adicciones. Combativo e irredento guerrero de las fermentaciones, “Raymond el Malo", como lo llamaban sus amigos, siguió rindiendo culto a Baco hasta que tuvo que renegar cuando se descubrió a escasos metros del último círculo del infierno: “el alcohol se convirtió en un problema. Casi me di por vencido, tiré la toalla y empecé a beber de tiempo completo con verdadero ahínco.” Entonces entró a la tan temida Doble A; tenía 39 años y el doctor le había dicho que se iba a morir si seguía empeñado en vaciar botellas dentro de su organismo. Otros se hubieran convertido en muertos vivientes y autores de asépticas obras literarias. De nuevo, el maestro Carver no. “En esta segunda vida, todavía conservo cierto pesimismo, sigo viendo el lado oscuro de las cosas.”
Para entonces, sin embargo, complementaba la oscuridad con cosas más claras. En un encuentro de escritores en Dallas, en 1977, poco después de haber salido del agua, conoció a Tess Gallagher, una poetisa que también era nativa de las costas del Pacífico noreste. Después de un tiempo se fueron a vivir juntos. Establecieron, además, otros vasos comunicantes: Carver comenzó a escribir poesía y Gallagher publicó algunos cuentos. “Esta segunda vida ha sido muy plena, muy gratificante y estaré eternamente agradecido por ello.” Sin embargo, como en sus relatos, esta felicidad era sostenida por arenas movedizas. Había sobrevivido al alcohol, pero no a la despiadada nicotina. Tenía cáncer en los pulmones. En octubre de 1987 le extirparon dos terceras partes de un pulmón; en marzo del siguiente año el cáncer se había extendido al cerebro. Entonces, como suele suceder, los académicos y demás autoridades literarias se apresuraron a envestirlo de todos los honores posibles, incluidos los de la Academia Americana de Artes y Letras. Esto, al parecer, sólo alentó la infame metástasis. En junio, su doctor le comunicó que el cáncer había reaparecido en los pulmones. El diagnóstico era su sentencia de muerte. Inspirado en Chéjov, quien tres años antes de morir y sabiendo que tenía tuberculosis se casó, Carver hizo lo propio con Tess, con quien llevaba diez años en sobriedad. Poco después hicieron un viaje a Alaska y planearon una visita imaginaria a Moscú. “Llegaré antes que tú, viajo más rápido”, le dijo el maestro. Carver pasó la última tarde de su vida a la entrada de su recién construida casa, mirando sus rosas. El hombre que alguna vez se describió como un cigarrillo con un cuerpo unido a él murió a los 50 años de edad.
Como siempre que la carne es jugosa, las hienas acudieron a sus despojos. En 1998, un artículo en la revista New York Times Magazine afirmó que Gordon Lish, editor de Carver, no sólo tallereaba a Carver, sino que reescribía párrafos enteros de sus cuentos e incluso cambiaba los finales. Según D. T. Max, los originales eran menos abstractos y tenían demasiadas palabras. Dice Alessandro Baricco, que revisó los manuscritos anotados que sirvieran de base para el artículo, que Carver “construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse de que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables”. Concluyó que las versiones de Carver, de alguna forma edulcoradas por emociones que Lish suprimía tajantemente, dotaban de humanidad a los personajes y dejaban ver algo “terrible pero también fascinante” de Raymond. Esta articulista duda seriamente que Carver fuera tan cretino como los rencorosos lo quieren hacer ver; incluso si pasó por la Doble A, sospecho que el talento del maestro salió casi invicto. No siempre es así.

Rimbaud: el último destino del hombre de las suelas de viento


Tenía 20 años; ya había visto arder los fuegos de la Comuna de París y renunciado a la vida decente (a sus dieciséis); había embrujado a Verlaine y asombrado al Parnaso literario de París con su poesía radical y genial; también había sido desterrado por éste tras la mítica noche en que agregó a cada verso de los poemas de sus colegas la palabra “merde” al final (a los diecisiete); había vivido los “abismos” que le llevarían a ese “largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”, arrastrando consigo a Verlaine por un camino de ajenjo, achís y alcohol que llevarían a éste al borde del suicidio (a sus dieciocho años); y había escrito su última obra y único libro publicado en vida mientras huía del revólver del que fuera su protector y amante, Una temporada en el infierno (a los diecinueve).
¿Qué le quedaba al Ícaro moderno? En París, donde el episodio a las afueras de un hotel inglés donde Verlaine disparó contra su “señorita saturniana” (la “gatita rubia” o la “gata feroz” según la escandalizada esposa del potea), Rimbaud gozaba de pésima reputación. Nadie quería saber nada de él, que, por su parte, tenía muy claro que de la vida deseba “todo, menos trabajar” y así fue como el hijo del sol, el Ícaro moderno abandonó la aventura literaria: en el futuro, si tomaría la pluma sería sólo para escribir cartas y redactar informes a los negreros a quienes sirvió.
Después de la publicación de Una temporada en el infierno, en 1873, viaja a París llevando unos ejemplares (muchos más quedaron “confiscados” por el impresor, al parecer porque el autor no liquidó la impresión) encontrando sólo desprecio hacia su trabajo, probablemente inspirado más en el rencor por la tertulia escatológica que en la crítica literaria “seria”. Es muy factible que este “fuchi” literario de los parnasianos terminara con su sueño de hacer una carrera en el mundo de las letras, o bien, como todos los genios, simplemente despreció los codiciados laureles de la gloria; y luego de pasar una temporada en Londres, en compañía ahora de Germain Nouveau, aprendiendo un inglés que más tarde le daría el pan cotidiano en África, partió en un vagabundeo que lo llevó a Alemania, Italia y a Holanda, donde se alistó en el ejército, del que desertó tres semanas después, al desembarcar en Batavia, de donde regresó a Europa.
El 20 de octubre de 1878 (el día de su cumpleaños) sale de Charleville, su ciudad natal, “superiormente idiota de entre todas la pequeñas ciudades de provincia” (según él), para emprender su viaje más largo; en diciembre llega por fin a Alejandría; le escribe una carta a su madre en donde vuelve a machacar con eso de hacerse rico y en donde se deja ver que no tiene un plan cabal para conseguirlo. En enero del siguiente año se encuentra ya en Lárnaca, donde es supervisor de obras en unas canteras para una compañía, y no el intérprete que él había querido ser; enfermo, regresa a Francia en mayo del mismo año, sólo para embarcarse otra vez rumbo a Alejandría en la primavera de 1880, pero no encuentra nada ahí y parte a Chipre, donde sería otra vez capataz, esta vez de un futuro palacio. Después partiría hacia Adén (Yemen) buscando una ciudad ideal que pronto se volvió un infierno.
En 1881 un amigo de Verlaine (que quería de vuelta a su gatita) le escribe a éste: “Nada de Rimbe”, después de intentar en vano dar con el paradero del poeta caravanero. En Francia, como en cualquier país civilizado, lo dieron por muerto, y cuando comenzaron a aparecer, en 1886, poemas suyos en las revistas y admiradas reseñas, todas se referían al finado Rimbaud, que se encontraba retrasado en una ciudad africana, sin poder partir hacia otra, donde iba a vender un armamento (de aquí lo de traficante de armas). De nuevo en busca de “su ciudad” va a caer a Harar, de la que se enamora y de la que terminará despotricando en 1891, cuando el tumor de su rodilla lo obliga a regresar a Francia, donde le amputan la pierna. El 9 de noviembre de 1891, con treinta y siete años, le dicta una carta a su hermana en un hospital de Marsella; pide al director de Mensajerías Marítimas un pasaje para partir de nuevo al canal de Suez. Al día siguiente, muere “el hombre de las suelas de viento”, apodado así por Verlaine.

Nabokov y las delincuentes de piernas largas


“Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert. No sólo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada sino el aspecto físico, la edad, todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras. Muchachas de veinte años o más, pavas, gatas callejeras, modelos baratas o simples delincuentes de largas piernas son llamadas nínfulas o “Lolitas” en revistas europeas. En realidad, Lolita es una niña de 12 años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos. En segundo lugar, la imaginación del triste sátiro convierte en criatura mágica a aquella colegiala americana tan trivial y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa. Su éxito no me molesta. Yo no soy Conan Doyle quién, por esnobismo o pura estupidez, prefería ser conocido como autor de una historia de África, que imaginaba muy superior a su Sherlok Holmes.”
Así responde en ocasional entrevista Vladimir Nabokov (alias Vladimir Sirin) respecto a una gran obra literaria pocas veces leída como tal. Pero esta no es la única opinión ácida que esgrimiera contra escritores, lectores, editores, críticos y anexas en algo que muchas veces fue interpretado como pedantería erudita. También despotricó contra Pound, Wilde, Conrad, Faulkner y Dostoievski, de quien aborrecía sus “asesinos sensibleros y prostitutas conmovedoras”.
Nacido en San Petersburgo en 1899 en una rica familia aristocrática, Nabokov hablaba desde su niñez el inglés, el ruso y el francés. Durante la Revolución Rusa su padre fue arrestado, y los campesinos quemaron un castillo familiar y se apropiaron de los bienes. La familia se refugió en Inglaterra y luego en Alemania. Durante los 15 años que vivió en Berlín, Nabokov trabajó como traductor y fue considerado por sus lectores (la mayoría exiliados rusos) y la crítica como el más talentoso joven escritor ruso; sus libros, al mismo tiempo, fueron prohibidos o ignorados en la Unión Soviética. En 1924 se casó con Vèra Evseevna Slonim. Ya en la década de los cincuenta (y en estados Unidos) se abocó a la creación de Lolita, que le llevó seis años.
Ayudado por su prohibición en París entre 1956 y 1958, así como por la censura en los States y el Reino Unido hasta 1958, el libro pronto alcanzó gran popularidad entre los lectores cultos. Luego, con la intervención de Kubrick, Dolores Haze se convirtió en un icono de la cultura popular y el libro en un bestseller. La censura, entonces, se volvió sutil. En las dos versiones de Lolita para la pantalla grande (en 1962 Dolly fue interpretada por Sue Lyon y en 1998 por Dominique Swain) la nínfula se ve más “vieja” de lo que debía. (Cierto colaborador de El Financiero y aportador cromosómico mío sostiene que “la verdadera” Lolita es Natalie Portman en The Professional.)
Como todos los ocupantes del piso más alto de la torre parnasiana, el maestro Nabokov ha sido blanco de los obuses de los académicos dedicados a la alta y ociosa investigación difamatoria de cubículo universitario. Así, el alemán Michael Marr sostiene en su libro Las dos Lolitas que Lolita fue producto de la criptomnesia (memoria oculta) de Nabokov, que habría leído “Lolita”, un cuento de 1916 del alemán Heinz von Eschewege (o Heinz von Lichberg), que describe la obsesión de un hombre maduro por la hija de su casero, cuya edad no se menciona pero se supone claramente inspiratoria de pedofilia. Marr cree que Nabokov “tuvo” que haber leído el relato dado que vivía en la misma sección de Berlín que su autor.
Pero el camino de Lolita hacia las altas cumbres de la literatura universal ya está trazado, con o sin memoria oculta, aunque no sepamos si Nabokov mismo gustaba de las “muchachitas” (su esposa declaró, y luego negó, que su esposo estaba enamorado de una de sus alumnas, pero es probable que se tratara de una decrépita universitaria y no de una nínfula). Así, el peor resbalón de Vladimir Nabokov es su (un tanto) ingenua defensa de la buena voluntad yankee: “Deploro la actitud de la gente tonta o deshonesta que ridículamente equipara el imperialismo despiadado de la URSS con la ayuda sincera y desinteresada que prestan los Estados Unidos a las naciones necesitadas.” ¿A quién se le puede reprochar creer en la bondad humana?
El padre del universo paralelo de las nínfulas murió en Lausanne, el 2 de julio de 1977 (hace 30 años).

E.T.A. Hoffman: ningún lugar para el fantasioso


No muchos lectores asocian su nombre a ninguna obra maestra, pero sus relatos influyeron hondamente en Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire y Fiodor Dostoievsky, así como en Sigmund Freud y Carl Yung, y es que sus mejores obras poseen la capacidad de contaminar lo real con un reino fantástico, muchas veces lleno de crueldad y locura. “The sandman” es un relato que atrajo a Freud; tiene como personaje a un hombre que avienta arena a los ojos de los niños que no van a la cama. Carl Jung incluso juzgó este tipo de relatos como una forma precientífica de aproximarse al inconsciente del hombre. “El cascanueces y el rey ratón”, por su parte, no fue escrito para niños, sino acerca de niños y de las festividades de Navidad, así como del reino de lo posible (y de lo imposible) durante el régimen conservador de Alemania. La crítica de su época, sin embargo, no lo trató muy bien. Sir Walter Scott escribió que Ernest Amadeus necesitaba más “la asistencia médica que la crítica” (pienso plagiar su frase). Habrían de llegar quienes se inspiraron en sus obras para que se le situara en el canon literario universal. La vida del hombre dotó, por otro lado, de horror y desarraigo las creaciones del escritor.
Hijo de un poeta y músico amateur, Ernst Theodor Wilhelm nació el 24 de enero de 1776 en Königsberg y al poco tiempo fue dejado al cuidado de su madre y tres tíos. En su tío y jefe de la familia tuvo la figura ogruna que tanta falta hace siempre a los escritores. Mientras estudiaba en una escuela luterana mostró gran talento tocando el piano, y pronto se interesó por la literatura. Dos años después, y para cumplir con otro de los clichés literarios, se enamoró de una mujer casada, Dora Hatt, que era una alumna de piano diez años mayor que él. Cuando la familia se enteró, el maestro de piano fue a dar a Glogau, Silesia. Entre sus 24 y 27 años trabajó en algunas provincias prusianas y se convirtió “en lo que directores de escuela, jueces, tíos y tías llaman un disoluto”. Su primer trabajo, en Posen, estuvo en riesgo después de un carnaval, cuando aparecieron caricaturas de altos mandos militares dibujadas por Hoffmann. En 1802 se casó con Mischa y se mudó a Plock. En este aislamiento escribió y compuso bastante. En 1803 inició un diario y escribió una obra llamada El Premio, que tuvo un buen recibimiento. Esto fue lo único bueno ocurrido en una época en que murieron su tío, su tía y Dora Hatt. En 1804 regresó a su pueblo natal y se entrevistó con una de las hijas de su amor perdido. Nunca más volvería a pisar Königsberg.
La época en que vivió en Varsovia fue de las más felices de su vida y se desenvolvió muy bien en el ambiente literario y artístico de la ciudad. Cuando entró Napoleón, Hoffman tuvo que regresar a Berlín. Después su vida volvió a ser lóbrega. La ciudad fue ocupada por Napoleón y él no pudo defender nada de su patrimonio. Solía pedir prestado dinero y aún así pasaba hambre. Su hija Cäcilia murió en esa época. En 1809, con la publicación de Ritter Gluck, el escritor se vio convertido en imagen pública. Empezó a firmar como E. T. A. Hoffmann; la A era un homenaje a Mozart. Se enamoró de una joven estudiante de canto y de nuevo tuvo que dejar una ciudad, esta vez hacia Dresden. Sin embargo, cuando llegó encontró una ciudad en guerra. De cualquier forma, volvió con su familia unas semanas después y comenzó a trabajar con una orquesta que por fin le satisfacía. Unos meses después tuvo lugar la Batalla de Dresden. La ciudad fue bombardeada y Hoffmann vio cosas horribles que luego reseñó. A finales de año, la ciudad de rindió y él volvió a su vieja carrera de juez, obteniendo un lugar en la cámara de jueces, en Berlín.

Además del drama “cotidiano” de correr de ciudad en ciudad, Hoffmann sufría un drama mayor. Su tío jamás aprobó una carrera literaria para él y la sociedad filistea e insensible en la que vivió tampoco estaba muy interesada en recompensar su labor creativa. La mayor parte de su vida, E. T. A. vivió de trabajos poco emparentados a la creación para poder escribir. A partir de 1819, mientras sostenía batallas legales, empezó a sufrir las secuelas del alcohol y la sífilis en la figura de “insuficiencia renal”. El visionario de la literatura moderna murió el 25 de junio de 1822, a los 46 años, en Berlín.

Isaak Bábel: fuego y silencio en la llanura rusa


“Estoy dispuesto a ponerme sobre las patas traseras y pedir como un perro a todas las organizaciones necesarias para que vuelvan a editar los libros de Bábel... ¿Se trata de papel? Muy bien, aplazaré la publicación de uno de mis propios libros.” Estas palabras fueron parte del discurso que el escritor ruso Ilya Ehrenburg leyera con motivo de un homenaje a Isaak Bábel en Moscú en 1964 (su “rehabilitación” había comenzado en 1957); las he elegido como principio de texto porque yo, como otros escritores, desearía escuchar desde ultratumba hablar así a mis amigos... si el caso (y la obra) lo ameritaran. Como decía, se trataba de la “rehabilitación” de Bábel, que estaba muerto, pero no enterrado, no sólo por la economía crematoria de la N.K.V.D., madre de la célebre K.G.B., sino porque cuando un escritor ha configurado aunque sea una página de valor (y Bábel fue mucho más pródigo que esto) algo de él se resiste a la putrefacción. Como habrá notado el lector, el caso de este artículo me causa simpatía, es más, admiración, pero para no predisponerlo más contra el texto, seguiré con él.
Isaak Bábel nació en Odesa, un gueto judío ucraniano. Su padre era un exitoso hombre de negocios que costeó a su hijo una educación que incluía el estudio del violín, el alemán, el francés y el Talmud. Así, el joven genio pronto encontró en Guy de Maupassant ejemplo literario y comenzó a escribir historias en imitación de las suyas. Marchó a San Petersburgo a estudiar literatura, pero con pasaporte falso, ya que los “traidores, malhechores y judíos” tenían prohibido vivir en la ciudad. Su primer texto lo publicó mease Gorky en Letopis. Pese a que Bábel no fue afectado por los pogromes que arrasaron con cuanto judío encontraron en Rusia en 1905, era perfectamente consciente de la situación y leal a su pueblo, por lo que su apoyo a la Revolución se debe, en parte, a que creía que ella traería el fin de la persecución para su pueblo. Craso error. Por ello y por un naturalmente aguzado sentido de la observación escribió una serie de sátiras de la burocracia zarista que llegaron a los púdicos oídos que el poder, do quiera él, suele tener, y fue acusado de “pornógrafo” y de incitar al “odio entre clases”. Luego marchó al frente de batalla en Rumania, donde fue herido, por lo que regresó a colaborar con Gorky en el periódico Novaya Zhizn. Es probable que durante la Revolución trabajara como empleado del Comisariado de la Educación y para la CheKa, la policía secreta soviética. (Moraleja: nunca hay que desertar de ese tipo de oficios, o se corre el riesgo de pasar de fabricar horcas a usarlas.) Después de casarse, en 1919, y echar su semilla sobre el mundo, se dedicó a Caballería roja, que le traería fama internacional, traduciéndose a 20 idiomas, pero también la ira de los altos mandos militares que lo acusaron de “insultar” a las amables tropas al describir la brutalidad del campo de batalla. El camarada Gorky le cubrió las espaldas.
Cabe decir que durante la cacería contra Bábel (que duró casi veinte años), éste tuvo oportunidad de avecindarse en otras ciudades europeas pero, como buena Manzana Podrida, rehusó tanto huir como enderezar la senda y se dedicó a molestar a los próceres comunistas con crímenes tales como “producir” muy “poca” literatura. No contento con esta falta de “colaboración a la causa”, se declaró (al menos en sus primeros años) un gran admirador de la Revolución, pues creía que ésta traería la felicidad futura... al menos la de sus enemigos de pluma, que se unieron a los lebreles. Durante años, Babel tuvo que 1) luchar con los editores, que encontraban todo lo que escribía censurable y 2) tolerar las risitas de sorna de sus colegas y la crítica, que lo acusaban de poquitero. Lo que ignoraban, o minimizaban, era que escribía toneladas de cuentos y versiones de ellos, pero, debido en parte a su escrupuloso sentido de la autocrítica (esa horriblísima costumbre que suelen combatir los escritores) y también a la censura, sus originales se fueron empolvando hasta el día en que fue arrestado en Peredelkino, arrestados con él sus manuscritos. Bajo “interrogación” confesó larga asociación con los troskistas y planear un atentado anticomunista. El mismísimo Stalin (de quien se dice que apenas si sabía leer) ordenó su fusilamiento bajo el cargo de “espionaje”. Los “papeles” de Bábel fueron a dar al cuartel de la Policía Secreta en Moscú. Cuando los alemanes se acercaron a la ciudad, un previsor incendio redujo a cenizas los archivos del estalinismo, incluidas, se cree, miles de cuartillas inéditas de aquél que fuera llamado “sabio rabí” y que tenía, entre sus curiosidades, la de pedirle a cuanta mujer le presentaban permiso para husmear en su bolso. Los relatos póstumos llegaron a nosotros gracias a que, por razones también extravagantes, se “refugiaba” en casa de sus amigos a escribir y les dejaba en resguardo sus manuscritos. Confrontado hasta la saciedad por su “poca literatura”, Babel concluyó, durante una entrevista que más bien parecía interrogatorio de ministerio público: “Lo único que me da una gran satisfacción es que no tengo que retractarme de nada de lo que he escrito nunca”. Descansa en paz, pues.